Del baúl VII

domingo, 8 de enero de 2012

Eres mi sueño roto

                El sonido de la grava y la tierra bajo mis pies me hizo sonreír, aunque dudaba tuviera motivos reales para hacerlo. Simplemente amaba estar en ese lugar, tranquilo, tibio, sereno, no tan solitario, pero a la vez exclusivo para mi atardecer. Corría una brisa refrescante y las copas de los árboles impedían que el calor, ese eterno enemigo mío, molestara, lo que conseguía que la temperatura ambiente fuera tibia y acogedora. Sabía que era el lugar perfecto. Por eso lo había elegido.

                Respiré profundamente, sintiendo el aroma a naturaleza, a musgo, a libertad entrando en mi cuerpo. Sonreí y comencé a caminar algo más rápidamente, tomando firmemente la libreta que llevaba en la mano. Encontré mi árbol y me senté con la espalda contra su nudoso tronco, suspirando. No estaba segura de si aquello era lo correcto. En el fondo, debía hacerlo, debía contarle la verdad, porque aquello no era justo para ninguno de los dos. Especialmente para él.

                No obstante, me resistía. No quería hacerlo. Sabía que su mirada se deformaría con confusión, desconcierto, traición, asombro. Entendería su situación. Comprendería que todo no era más que una ilusión. Que no existía un nosotros y jamás podría existirlo. Y, sin embargo, no quería que supiera. Quería que las cosas se mantuvieran tal cual estaban. Como siempre. 

                Suspiré y saqué el lápiz que estaba enganchado a la libreta. La abrí y comencé a escribir. Sabía que él no tardaría demasiado en aparecer, pues habíamos acordado quedar en ese lugar. Pacífico. Hermoso. El lugar perfecto para romper sueños. 

                —Siempre te ha gustado mucho este lugar ¿no? —murmuró una voz masculina y levanté la vista, con una sonrisa triste. Allí se encontraba él, avanzando por el sendero, eternamente sonriente. Vestía de forma casual, con vaqueros y una camisa oscura, que contrastaba con el amarillo y naranja que predominaba en todo el lugar.

                —Es precioso —admití, levantándome para recibirlo. Él abrió los brazos y me estrechó contra sí, balanceándome infantilmente. Yo simplemente me apreté contra él, aspirando su aroma y sintiendo ya el dolor que se avecinaría con mis palabras. Me quedé de pie, pese a que él insistió en sentarse y jugar con las hojas como un niño.

                —¿Qué sucede? —me preguntó, frunciendo el ceño con inquietud—. Estás muy seria. 

                Tragué saliva y dije las tres típicas palabras que siempre presagiaban tormentas.

                —Tenemos que hablar.

                Ambos sabíamos que no era bueno. Él retrocedió un paso, preocupado, temeroso y se cruzó de brazos, como siempre hacía que la inquietud lo invadía. Sentí que una sonrisa se rompía en mi rostro al ver esos gestos tan propios de él, tan únicos. ¿Cómo era posible que distinguiera esos matices? ¿Porque en parte era obra mía? Sí, claro que lo era. Pero también notaba detalles que eran nuevos, propios, nacidos de la esencia misma de él. Rasgos que nunca imaginé, pero que estaban allí.

                Bajé la cabeza y sentí que temblaba, sentí que la brisa era más fría cada vez. Él dio un paso, preocupado, tomándome de los brazos , preguntando qué ocurría. Levanté la vista y lo abracé nuevamente, incapaz de mirarlo a los ojos.

                —No eres real —susurré y sentí que las lágrimas caían por mi rostro. Sentí que se ponía rígido, pero luego lo oí reír en mi oído. Se separó y me enjuagó las lágrimas con sus dedos largos y finos.

                —¿Qué? ¿De qué hablas? 

                Lo miré con remordimiento y suspiré.    

                —No eres real, Adriel —repetí—. Eres un producto de mi imaginación. —Tragué saliva y le expliqué. Dije la palabra. Solo un personaje. Nada más que eso. Una sombra en mi camino. Una ilusión que había amado más que cualquier otra cosa. Un sueño que ahora se había roto.

                Él volvió a sonreír y soltó un bufido de incredulidad. Su sonrisa se mantuvo algunos segundos, mientras yo le sostenía la mirada. Cerré los ojos con dolor al ver que en los suyos cruzaba el entendimiento y con él todas las emociones que yo sabía aflorarían en ese momento. Retrocedió un paso y no pude soportar el semblante sombrío en su rostro. Apreté los puños y me mordí un labio.

                —En cierto modo, debí saberlo —murmuró él y en sus facciones se dibujó una expresión irónica y entristecida. Luego volteó hacia mí—. ¿Por qué me lo dijiste?

                —No podía… yo… Adriel… —Estaba balbuceando y realmente lo detesté—. ¿Por qué me crees?

                Él sonrió.

                —Supongo que no había otra explicación. Fue como si siempre lo hubiera sabido. Sí, lo sé. Odias esa clase de diálogos, muy repetidos. —Rió alegremente—. No me molesta. De verdad. ¡Promesa! —Se puso una mano en el corazón y me revolvió el pelo con la otra—. Es extraño, sí, pero a la vez es como si hubiera sido siempre así. —Suspiró—. Había algo diferente. Borroso.

                Miró a su alrededor y se acercó hacia un árbol, tocándolo con sus manos. Frunció el ceño y  volvió a reírse, mirando en mi dirección. 

                —Puedo sentirlo. —Me encogí de hombros—. ¿Es este lugar real? 

                Negué con la cabeza. Por supuesto que no lo era. Era perfecto. Un lugar así no podía existir, sino solo en mis pensamientos. Él asintió y se acercó a mí. Nos sentamos ambos sobre las hojas, observando alrededor en silencio. Él estaba pensativo y sabía que intentaba asimilar su nueva situación. 

                —Supongo que las cosas cambiarán a partir de ahora —susurró, más para sí que para mí. Asentí con la cabeza. Lo sabía, pero así debía ser. Los mundos no debían unirse. Me había perdido en aquel prado de hojas que no existía. No tenía nada más aparte de él. No quería dejarlo, pero trataba de convencerme de que así debía ser. El equilibrio era la única opción.

                —Eres real para mí —murmuré, apoyando una mano en su hombro. Adriel la acarició y me sonrió tristemente—, pero debemos dejarlo.

                —No es justo, pero lo entiendo. —Sus ojos grises me traspasaron y nuevamente sentí que algo se quebraba en mi interior—. ¿Por qué estás triste? Si no querías esto… podrías no habérmelo dicho.

                —No es tan simple. —Él sonrió y sonreí con él. Era una oración que solía emplear mucho, pero la realidad era que no era simple, era todo menos simple—. No creí que fuera justo para ti. Yo te creé de este modo. Y, sin embargo… eres único. Hay cosas en ti que nunca soñé.

                —Es porque soy genial. —Ambos reímos. 

                Adriel de pronto me miró con intensidad y apoyando ambas manos en mi cuello, se acercó a mis labios. Lo aparté con una mano, turbada. Él acentuó su sonrisa y no permitió que yo lo rechazara. Completó aquel beso irreal con la fuerza que hubiera tenido uno verdadero. ¿Qué era lo real después de todo? Esas hojas, esos árboles, esos ojos, esos labios, esa sonrisa… ¿No era real para ella? ¿Para él? Las lágrimas cayeron por su rostro, verdaderas, gotas del dolor más profundo que significaba el sentirse invadida por una ilusión quebrada.

                Él se separó y la miró con tristeza.

                —Me gustaría ser real para ti —susurró.

                —Ya lo eres. Y no, no me gustaría que fueras verdaderamente real. —Acaricié su cabello con una sonrisa irónica en mis labios y sintiendo la suavidad bajo mis dedos. 

                —¿Por qué? —preguntó él, desconcertado.

                —Porque si lo fueras… no estarías conmigo. 

                No se necesitaron más palabras. Él lo comprendía. Yo lo sabía. La creación y la creadora se difuminaban en los extremos y la verdad, ¿alguien puede saber dónde empezaba una o terminaba la otra? Adriel era un hombre y el estar hecho de la tinta de una pluma no quitaba un ápice del color gris de sus ojos o la alegría de su sonrisa. El hecho de que yo tuviera sangre en las venas, no significaba que mis sueños no fueran tan frágiles como el rasgueo del lápiz contra el papel. 

                Ambos compartíamos un solo lugar, un solo instante, un solo tiempo. Sentía mi mano sobre su mejilla. Él sentía el toque de la mía en su piel. Éramos nosotros.

                Y eso era real.

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