400 palabras para un letrado de la noche

miércoles, 29 de agosto de 2012

Ese es el problema de andar a las carreras. De tener que correr de un lado a otro porque las cosas deben hacerse, porque el tren no puede perderse y porque hay gente esperando con impaciencia. Es el problema de no detenerse un momento.

¿Quién eras? No lo sé. Me parece que eras de piel morena. Quizás tenías barba o tal vez no. Tu pelo era negro y puede que llevaras lentes del mismo color, cuadrados. Si hoy mismo te mataran ―¡Azar no lo permita!―, no podría identificar el cuerpo o dar un testimonio fiable como la última persona que te vio con vida.

Pero sí estoy segura de algo: estaba leyendo uno de los últimos números de Batman ―tal vez de Batman y Robin o del Batman de Grant Morrison― pues la silueta arrogante y desafiante de Damian Wayne te sonreía desde la pantalla completa de tu portátil negro. Pasé corriendo a tu lado, pero esa inconfundible figura del malcriado héroe ―nunca mejor dicho―, me hizo aminorar el paso, aunque fuera de manera imperceptible.

Te sonreí, por supuesto. Aunque quizás con la rapidez y la mata de pelo enredada que me tapaba la cara, solo notaste que una chica se fijaba en tu computador. ¡Quizás creíste que me burlaba! Espero que no fuera así, porque me habría quedado allí solo para ver si Damian ya había matado a Nobody o si Bruce ya había vuelto a llevar su manto. Y para saber quién eras, por supuesto.

Enemigo, amigo, conocido, sombra en el recuerdo, amor de mi vida, enemigo jurado. Hubieras podido ser algunas cosas ¿no? Ahora nunca lo sabré y tú tampoco. Seguro no seguirás pensando en quién fue esa sombra con chaqueta que pasó corriendo a tu lado y yo seguro no seguiré pensando en tu rostro invisible de justiciero mezclado entre los libros de derecho.

Las oportunidades pasan junto al viento y junto a la capa ondeante de un pequeño mocoso en mallas verdes, amarillas y rojas. Pero alzo una copa a tu salud y brindo porque chicos como tú, ocultos entre los muros fríos y oscuros de la universidad, algún día puedan ser encontrados a plena luz de día con una sonrisa desenvainada y un batarang en la mano.

No sé quién eras. Ni tú sabías quien soy. Pero me hubiera gustado que lo averiguáramos, aunque fuera con una sonrisa y con un saludo educado, pese a que luego se perdiera en el recuerdo. Así son las cosas ¿no?

Quizás en otra vida, anónimo letrado de la noche.

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