Lucuma

martes, 16 de octubre de 2012

A veces, realmente la gente me exaspera. Es una sensación desagradable para un día de calor, en la que mil pensamientos más importantes deberían ocupar mi mente y que realmente no sirve de nada. Es esa especie de cosquilleo, de fuego interno que aparece en el centro del pecho y amenaza con salir, con presionar contra las costillas, contra la garganta, contra los puños. Es aquel momento en que sientes que el resto del mundo parece irracional y demente, de una lógica indescifrable.

Pienso en aquella sufriente conocida, que vivió toda su vida sin la figura de su padre y que de sopetón se vio con ella de regreso como un mal boomerang que golpea en su cabeza descuidada. Pienso en lo que sufre por su rechazo, por su censura, por el chasqueo de su lengua, por la reprobación en sus ojos y me pregunto a qué vendrá el buscar la aprobación en una sombra que ni siquiera fue tal.

Inevitablemente pienso en mi propio padre. Observo por la ventana que el sol molesta a quien pasea por las calles y siento la inutilidad y la molestia de la ropa de invierno en un sol de verano en medio de la primavera. Observo el reloj en la pared de la habitación junto al pasillo y me doy cuenta de que realmente estoy perdiendo el tiempo, de que un listado de preguntas es mucho más importante que los oscuros y graves pensamientos inconexos que me invaden.

―¿Qué estás haciendo? ―me pregunta mi madre al ver que tecleo frenéticamente, pero con la mirada perdida en un punto indefinido del marco de la ventana―. ¿Cómo puedes escribir así?

Parpadeo unos instantes, como si sus palabras hubieran vuelto a enchufar algún cable en mi cerebro que me conectara a la realidad. Balbuceo una excusa disfrazada de broma arrogante y consigo que pierda el fugaz interés en lo que estoy haciendo. La botella de gaseosa junto al portátil no parece suficiente para combatir el calor y por un instante temo que se acabe.

Sigo aturdida y quizás melancólica. «No debería estar perdiendo el tiempo», me digo a mí misma, pero una vocecita, altiva y orgullosa, insiste en que eso no es realmente una pérdida de tiempo e, inevitablemente, le creo con esa fácil comodidad que nos invade cuando somos nuestro propio contrincante.

Mi padre… Sé que está vivo. Lo sé, porque hace algunas semanas pedí un certificado on-line de su defunción y el sistema de Registro Civil me devolvió un error por no encontrar ninguna entrada que correspondiera. No niego que la desilusión me punzó unos segundos al leer ese mensaje informático, ya que tenía esa egoísta y vana esperanza que aquella sombra vieja que no había visto en más de quince años fuera de alguna utilidad.

Me doy cuenta de lo ruin que es realmente mi corazón y trato de examinar lo que siento. No es odio, sino más bien una gélida y atroz indiferencia, que casi roza en el rencor. Los perros ladrando me molestan y me siento tentada a cerrar la ventana con brusquedad, si no fuera porque la única y escasa brisa que entra a la casa, es gracias a esa ventana.

―¿Qué estás haciendo? ―me pregunta mi hermano al verme con una mirada hostil hacia el inocente marco de la ventana.

―Nada. ―Le sonrío y sé que no indagará mucho más. En efecto, con una expresión algo burlona, desaparece de la puerta rumbo hacia su habitación. Su presencia despierta una inquietud: en los escasas escenas mentales, reales o no, que tengo de mi padre, nunca está mi hermano. Siempre está mi madre, inquieta, ansiosa y decepcionada, junto a una bandeja de bocadillos que nunca llegarán a comerse, pero nunca está mi hermano.

Los solos recuerdos me molestan, aunque realmente no deberían. Me molesta aquel «Su padre los visitará todos los lunes, ¿no es así?» y aquella mirada cómplice, mientras asentía con la cabeza. Me molesta el sonido del teléfono, excusándose lunes tras lunes hasta que ya dejó de tener sentido. Y, sobre todas las cosas, me molesta estar gastando pensamientos y segundos en algo que nunca me había interesado.

―¿Qué estoy haciendo? ―me pregunto en voz alta y una expresión irónica se forma en mi rostro, deformada por una punzada de dolor en mi oído, lastimado por audífonos demasiado apretados. Tomo un sorbo de la gaseosa y me tiro en la cama, leyendo las preguntas para el examen del jueves y pensando en que no las tomaré en serio hasta mañana miércoles. «Mi padre». Me río de buena gana, recordando que lo único que me quedará de él será una enorme aversión al helado de lúcuma, con la que intentó entrar en nuestras vidas para luego simplemente desaparecer como su propia fotografía.

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