Susurro: Porque el problema del mundo son los demás

domingo, 11 de noviembre de 2012


―¿Por qué, Señor? ¿Por qué la gente es tan egoísta y mezquina?
Lorenzo arrodillado en las bancas de la Iglesia, rezando en un susurro e intentando encontrar la paz en el interior de su corazón. Cada día veía atrocidades, hipocresía y dolor a su alrededor y cada vez se sentía más impotente. Hacía todo lo que podía: era un buen esposo, un buen padre y trabajaba incansablemente para mejorar la situación de los suyos.
«¿Acaso estoy haciendo algo mal?», pensó con un renovado fervor. Sabía que no podía cambiar el mundo por su cuenta: ese era un pensamiento infantil que no tenía cabida en su mente, pero al menos le hubiera gustado haber mejorado un poco la vida de quienes amaba. Practicaba la caridad y se regía por un estricto código moral que también cumplía su familia. No se veía capaz de hacer más.
«¿Acaso hay algo que todavía no entiendo?». Minutos después, Lorenzo se persignó, se levantó y salió presuroso de la imponente y casi intimidante Iglesia. Cuando ya iba por la salida, el sacerdote le saludó cordialmente y le recordó con sutileza la colecta semanal por los comedores sociales. Dio una respuesta rápida y prometió volver con su aporte el día siguiente.
El aire de la tarde pareció casi un golpe en sus mejillas. Era tibio y asfixiante y parecía envolverlo por completo. Se aflojó un poco la corbata y se arremangó, abanicándose con la mano. En la esquina, un vagabundo escudriñaba en la basura ruidosamente, llamando la atención de los transeúntes. Frunció el ceño con cierta frialdad, pero rápidamente ocupó sus pensamientos con todo aquello que tenía pendiente.
―¿Qué me falta? ―se preguntó―. ¿Qué estoy haciendo mal? ―Apretó los dientes al verse interrumpido por un adolescente desastrado y con una inconfundible cara de vago que le preguntó la hora con educación―. ¿No tienes celular, chaval?
―Por algo estoy preguntando. ―El chico intentó sonreír con timidez, un poco intimidado por la hostilidad de Lorenzo.
―Estoy ocupado ―dijo sin mirarlo a los ojos y se echó a andar en dirección contraria. Tenía que solucionar el asunto de su hijo menor que parecía tener problemas con sus amigos por sus ideas sobre religión y sexualidad. «Los padres de esos chicos deberían enseñarle a sus hijos algo de respeto y moralidad», solía decir en la cena. En realidad, no reprobaba la actitud hostil de su hijo: tenía que aprender a defenderse de esa clase de influencias. Y todavía tenía el problema de su esposa, Angélica, que parecía estar cada día más distante y cerrada en sí misma. Sería algo de mujeres, ya se le pasaría, aunque realmente no le agradaba que cada noche rechazara sus avances.
―¿Qué más puedo hacer, Señor? ―volvió a preguntar mientras caminaba hacia su casa.
Lo más triste, es que realmente dudaba encontrar la respuesta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Santa Template by María Martínez © 2014