Susurro: ¿Qué es eso de volar?

lunes, 5 de noviembre de 2012


Azor había nacido en cautiverio o, al menos, eso creía. Había sido encontrada por una buena familia, cuya hija menor, empecinada por tener una mascota y por rescatar al débil pichón que había encontrado en su jardín, había decidido cuidarlo y mantenerlo como si fuera parte de esa comunidad humana.
Durante todos los años de su vida vivió en una preciosa jaula, con abúndate comida y agua y con la voz gentil y cariñosa de su joven ama. Azor se sentía feliz en ese hogar, tan extraño, pero que había hecho suyo a medida que pasaba el tiempo. No obstante, se dio cuenta de que algo estaba mal.
¿Por qué no podía salir y volar como sus compañeras aves? Le preguntaba a su ama por qué no podía hacerlo, pero ella insistía en que era peligroso y que solamente los pájaros sin orden ni decencia volaban libremente por los cielos. «No es lugar para ti Azor». Aunque el muchacho sentía la sinceridad de sus palabras y la sabiduría que en ellas se encerraba, se sintió decepcionado.
Ocurrió lo inevitable: exigió su libertad. Su ama, entre lágrimas y gritos, le reprochó esa rebeldía. ¿Acaso no le había dado todo? ¿Acaso no le había cuidado, no le había alimentado, no le había querido? ¿Por qué no cumplía con sus normas? ¿Acaso no entendía que esas eran insensateces de una mente que apenas alcanzaba a comprender la vida?
Muchas peleas ocurrieron, pero Azor siempre terminaba acudiendo a su joven dueña y rogando su perdón, arrepentido por sus arrebatos. Por supuesto que comprendía. Por supuesto que era joven y no entendía muchas cosas: que ella sabía lo que era mejor para él. Y cada vez, la pelea se olvidaba y él continuaba en su jaula, mirando por la ventana a  sus compañeras, bebiendo su agua y comiendo su comida.
Más años transcurrieron y Azor perdió las ganas de volar. A veces ella lo sacaba al jardín y le permitía dar algunas vueltas, pero siempre regresaba puntualmente con una obediencia sin precedentes. Desoía los murmullos de sus amigos, que no comprendían su actitud y que le llamaban cobarde y traidor y acallaba sus propios pensamientos. Ya no quería volar. ¿Para qué? Ya no era el tiempo de volar. Ese ya había pasado. Ahora no tenía caso siquiera intentarlo.
Alguna vez pensó en escaparse. En asomar sus alas cuando revoloteaba por el jardín, emprender el vuelo y desaparecer de la vista de todos, pero sabía que no sería capaz. Tenía miedo y, por sobre todas las cosas, solo imaginaba la mirada rota y destrozada de su ama y se sentía culpable y miserable por ser tan egoísta.
―Quiero que ella me lo permita ―susurró para sí una tarde de melancolía―. Quiero que ella me vea partir con una sonrisa, no con lágrimas de dolor y traición en sus ojos.
Azor agachaba la cabeza y se hundía en el agua y en la comida que le rodeaban. ¿Sería eso? ¿O solo le temía a las amplitudes del mundo, a la inmensidad de la vida, a las dificultades de su destino? ¿Acaso no se sentía  seguro de la aridez de sus plumas, de la irregularidad de su pico, de la asimetría de sus ojos? ¿Acaso no se sentía suficiente para estar solo? ¿Era cobardía? ¿Era nobleza? Quizás solo se había acostumbrado a su jaula y, aunque miraba con agonía y humillación el vuelo y los trinos de sus amigos, no podía dar el paso y dudaba algún día lo fuera a dar.
Tal vez cuando pasara el tiempo y ya fuera hora de que definitivamente ella lo dejara en libertad, podría sentir el viento sobre su cuerpo y cantar con toda la fuerza de sus pulmones. Azor sabía que podía pasar mucho tiempo antes de que eso ocurriera. Solo temía que cuando ese momento finalmente llegara... sus alas ya no recordaran cómo era «eso de volar».
Y, aunque solo era una humilde ave en la jaula de una niña, agachó la cabeza y comenzó a llorar.

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