Susurro: ¿Qué miras?

sábado, 3 de noviembre de 2012

¿Sería una película? ¿Una historieta? ¿Un libro? ¿Un muñeco? ¿Una ilustración? Karen no lo sabía, pero la verdad era que no importaba: lo único que quería era dejar de verlos. Al principio, simplemente creyó que su subconsciente la traicionaba: siempre había sido miedosa e incluso las películas más suaves y tranquilas le causaban un escalofrío en sus escenas más intempestivas.
Fiel detractora de las películas de terror, se enorgullecía de no caer en la tentación de ver alguna, más por un instinto de conservación que por algún alarde intelectual. Aún así, era inevitable que en ocasiones no se recreara en pensamientos de asesinos y terrores que la inquietaban, pero que disfrutaba a plena luz del día. Se cuidaba de alejar esos pensamientos durante la noche.
También a veces caía en las trampas maliciosas de Internet y abría links que luego la hacían saltar del asiento y arrancarse los audífonos de los oídos cuando un sonido infernal y la cara de algún payaso o un fantasma espantoso ocupaban toda la pantalla. Maldecía a sus amigos, pero rápidamente olvidaba esas situaciones.
Pero cuando empezó a ver eso no solo durante los rincones cambiantes y traicioneros de su habitación por las noches, sino en los rostros de sus conocidos a mediodía, comenzó a asustarse en serio.  No consiguió nada al contarle a sus amistades, que atribuyeron esas visiones espantosas a su estrés y a su natural cobardía. De nada sirvió comentárselo a su esposo, que con ideas similares, le aconsejó tomar pastillas para dormir y algunas infusiones para los nervios.
De nada sirvió mantener la luz encendida por las noches con la bronca que luego recibía por el gasto de electricidad. De nada sirvió que evitara el contacto visual con la gente, porque ahora podía verlos incluso cuando su mente estaba completamente en blanco. Ya no soportaba estar todo el día trabajando con sus colegas, mientras cuatro pares de ojos hundidos, oscuros, inyectados en sangre y ridículamente grandes le devolvían la mirada de forma obsesiva y amenazadora.
«Solo son ojos», solía repetirse, porque, aunque las miradas de todo el mundo se habían transformado en caricaturizadas versiones terroríficas que la hacían temblar, sus facciones y palabras continuaban como siempre. Nadie quería devorarla, poseerla o despedazarla. Solo eran esos ojos. Esos ojos malditos, imposibles, inhumanos, que no existían, que eran solo obra de su mente trastornada.
Eso hasta que comenzó a verlos en los rostros de su propia familia. Al comienzo solo fue una silueta borrosa, que atribuyó a su subconsciente y su paranoica, pero luego el rostro de su esposo pareció acomodarse para recibir a esos diabólicos ojos hundidos y oscuros. Ya no podía tocarlo en su propia cama y pronto él decidió dormir en el sofá, lejos de la loca de su mujer.
―Mami, ¿qué pasa? ―Era una pregunta inocente y ansiosa de su hijo mayor que estaba inquieto por el comportamiento de su madre en las últimas semanas. No debió mirarle. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? Karen era su madre, no podía evitar la mirada de su hijo cuando le hablaba.
Gritó e, incapaz siquiera de acercarse al pequeño, corrió hacia el baño. No quiso entrar a él, porque no quería enfrentarse a un espejo o a la soledad y a toda carrera trató de salir al patio. La puerta estaba cerrada y luchó contra la cerradura de forma frenética, desesperada, dando gritos cuando la llave se quedó atascada. Golpeó la madera y gritó nuevamente, mientras escuchaba el sollozo de su hijo en la habitación contigua.
―¿Qué mierda está pasando? ―entró gritando su marido, colérico. Karen se abalanzó sobre él, tirándolo al suelo e intentando arrancarle esos ojos falsos y horribles que lo invadían, que se burlaban de ella y que no existían.
No podían existir. Solo eran los ojos de la gente. Tenía que demostrarlo. Él la golpeó para defenderse y la tiró a un lado, mientras se tocaba la cara con dolor donde las uñas de Karen habían dejado marcas. Soltó un sollozo al verla en el suelo inconsciente y se tomó el cabello con dolor.
―¿Papi? ―Cerró los ojos un momento. ¿Qué iba a decirle a su hijo? ¿Que mamá se había vuelto loca? ¿Qué era peligrosa y que probablemente no debería acercarse a ella? Se dio vuelta para abrazarlo y tratar de tranquilizarlo con dulces mentiras que pronto se volverían agrias. No alcanzó a hacerlo. ―¿Por qué mami está en el suelo?
Gritó cuando vio los ojos hundidos, oscuros, inyectados de sangre y completamente ridículos en la mirada de su hijo. Lloraba. Pero también sonreía.
―¿Acaso está muerta?

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