Susurro: Disfraces de verano

lunes, 7 de enero de 2013

El calor parecía insoportable esa tarde de enero. Escuchaba sin cesar las sirenas corriendo a apagar los incendios forestales y las radios ofreciendo los más increíbles panoramas en las playas del litoral. Ignacio estaba sentado en una de las pocas bancas de la Plaza Viña, junto a la pileta que ahora estaba repleta de niños. A nadie parecía importarle que estuviera prohibido acercarse al agua. 

A él le hubiera gustado ser uno de esos niños, pero el disfraz de adulto que llevaba puesto simplemente se lo impedía. Seguramente se lo llevarían detenido entre una sarta de insultos. «Degenerado» sería lo más suave que le gritarían. Suspiró. Eran los inconvenientes de tener ya treinta y dos años y andar con camisa, pantalones y zapatos que lo etiquetaban como miembro “respetable” de la clase media chilena. 

Tampoco podría agarrar la manguera de su casa y mojarse como un perro sin que los vecinos empezaran a murmurar. Estaba seguro de que la vieja de la casa del frente le sacaría fotografías para enseñárselas a todos sus conocidos y destacar lo sinvergüenza y chiflado que era. Por eso Ignacio prefería el invierno. Todos estaban abrigados y tapados y nadie se reconocía. Parecía que todos fueran igual de disfrazados que él.

―¡Ten cuidado con el caballero, hijo! ―gritó una señora al ver que uno de los niños le salpicaba con agua. Él respondió con una sonrisa de invitación que el pequeño entendió de inmediato y chapoteó y chapoteó hasta dejarlo empapado de pies a cabeza. Rió y por un segundo volvió a estar vestido con shorts de patitos, sandalias de hule y el torso moreno de un niño de once años.

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