Susurro: El precio que pagamos

lunes, 25 de febrero de 2013

Cuando el anciano recogió el broche del suelo, primero pensó que se le habría caído a una jovencita despistada que luego, al notar la falta del accesorio, se quejaría con sus amigas e iría a comprarse otro. Lo guardó en el bolsillo de su pantalón como recuerdo de su paseo y se dirigió a casa lentamente, como cada tarde de miércoles.

Los automóviles pasaban demasiado rápido en la calle lateral y tuvo que insultar a uno de esos conductores por no respetar el signo PARE mientras él cruzaba. Ninguno de ellos se acordaría del otro, sino hasta una semana más tarde. Una semana más tarde, tres agentes de policía encontrarían al anciano con el broche de pelo en la mano y empezarían a reírse como idiotas ante las especulaciones.

―Seguramente al viejo le dio un ataque mientras estaba con una chica ―comentó uno entre las risas del resto.

Ese mismo guardó el broche en una bolsa plástica y la metió en su auto para luego olvidarse completamente del asunto. La gente moría a cada minuto en todas las ciudades del mundo y él no estaba de humor para pensar en la muerte de ese viejo. Para eso le pagaban más a los detectives, ¿no? 

Tres días más tarde, una chica recuperaría su broche, manchado de sangre, de las manos temblorosas de un policía. Ella gritaría y se lanzaría a correr, dejando el adorno en el suelo con sus huellas dactilares perfectamente impresas, listo para ser encontrado por otra persona indiferente. 

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