Susurro: Qué hermoso mundo

domingo, 21 de julio de 2013

Finalmente lo había hecho. Mientras veía sus manos manchadas, se dio cuenta de que realmente... por fin... luego de tanto tiempo... lo había conseguido.

Finalmente los había matado. Ni siquiera temía las consecuencias. Carabineros. Cárcel de por vida por parricidio. Se rio al empezar a barajar los conceptos jurídicos que se mezclaban en su mente. Homicidio calificado por ensañamiento por su hermana y su tío. Parricidio con agravante por su madre y su abuelo.

Probablemente no volvería a ver el sol. Se arrepentiría el resto de su vida y pasaría el resto de su existencia en miseria, dolor y culpabilidad por lo que acababa de hacer. Y, sin embargo, nunca antes se había sentido más libre. 

―¿Por qué? ―Esa sería la pregunta que le harían. O que se preguntarían, al menos, ya que, si entendía algo de esa realidad escurridiza y misteriosa, a nadie le importaba mucho por qué la gente actuaba como actuaba. Simplemente querían ocuparse del asunto y olvidarlo lo más rápido posible. 


Querrían su sangre. Querrían venganza, aunque no la conocieran o, peor, porque la conocían y el sentimiento de traición social ―esa desconocida emoción colectiva que embargaba a todos cuando alguien no actuaba como debería― se transformaría en una sed de castigo imparable. 

Sonrió al pensar cuánta razón había tenido uno de sus profesores al decir que todos eran delincuentes en potencia. Ahora ella se había convertido en el resultado de esa profecía. 

―¿Por qué? ―susurró y se apoyó en la pared manchada y cerró los ojos―. Bueno, y ¿por qué no? Simplemente quería un poco de libertad... Veinte años prisionera de la "decencia", de lo "permitido", del "deber", de la "familia", de los "tendrás toda tu vida para desperdiciarla", del "vives bajo mis normas y bajo mi techo", del "no me interesa lo que el resto haga". ¿Qué piensan ahora?

Los cuerpos le sonreían también. Siempre había creído, con cierta vergüenza y cierto temor, que le repugnarían los cadáveres, especialmente aquellos abiertos como cerdos en un matadero, mutilados y cubiertos de sangre. La verdad era que le evocaban una misteriosa poesía. Una poética justicia. Quería libertad... ¿Qué mayor libertad que la muerte?

―De nada ―murmuró, levantándose. Se lavó las manos en la cocina, sacó un pan batido y se hizo una hamburguesa casera con mayonesa y kétchup. Nunca había aprendido cómo hacer nada, pero intentó preparar una palta y algo de tomate y descubrió que, para no haberlo hecho nunca antes, tenía cierto talento natural para no ser exigente con los sabores. Comió con gusto y dejó todo limpio. 

Antes de salir, descubrió que todavía quería hacer algo. Volvió a entrar en la casa y rebuscó entre las cosas de su tío, que yacía boca abajo en medio del patio con la mitad del rostro rajado, y sacó una cajetilla de cigarros a medio usar. Eran mentolados y no pudo evitar que iba a fumar por primera vez un "cigarro de mina". Tosió, se mareó, pero se terminó toda la caja con una sonrisa. ¿Qué pensaría él de todo eso?

―Hora de marcharse.
No los encontrarían en algunos días. Era la magia de planificar todo para vacaciones y que su familia hubiera sido siempre especialmente antisocial y ostracista. Nadie los extrañaría. Los colegas de su tío no lo buscarían hasta marzo y se encargaría de decirle a los amigos de su hermana que se iba al campo por el verano.

Esa noche iría al carnaval de Valparaíso por primera vez en su vida. Se reiría con desconocidos, volvería a su casa a dormir y despertaría con una sonrisa.

Sin nadie a quien rendirle cuentas. 

Sin nadie a quien proteger. 

Sin nadie a quien obedecer. 

Sin nadie a quien mentirle. 

Sin nadie a quien responder. 

Sin nadie que la embargara de culpa por su cariño.

Sin nadie que la esclavizara. 

Simplemente ella. Libre. Completamente libre. Quizás estuviera sola y asustada por un tiempo, pero sabría cómo enfrentarlo. Había estado sola toda su vida, aunque realmente esos fantasmas de cariño, anhelo y aceptación en ocasiones quisieran engañarla. Algo en su interior temblaba de miedo y dolor, de rabia y asco por lo que había hecho, pero era buena ocultando todo eso. Se engañaría a sí misma hasta que la realidad desapareciera. 

Ya no tenía nada que temer. Observó una última vez los cuerpos y con un suspiro, los acarreó hasta el patio. No había forma de esconderlos ahí, ya que la tierra era demasiado dura para cavar y el barrio demasiado entrometido para quemarlos. No tenía más opción que dejarlos en otro lugar. Confiaba en que el tiempo que le tomara para aprender a conducir el auto familiar no fuera demasiado como para que alguien comenzara a sospechar. 

Sonrió. Ordenó la casa, acumuló todos los cuerpos en el "cuarto chico", echó llave y salió a la calle con los audífonos tocando "Raindrops Keep Falling On My Head" de B. J. Thomas. Le faltaba el último número de Kick-Ass que acababa de salir en el quiosco y pensaba comprarlo antes de ir al supermercado a comprar.

Era un hermoso día.

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