Susurro: Sé mío

jueves, 25 de julio de 2013

Él nunca sonreía realmente. Cuando lo hacía, era una mueca de condescendencia, de indiferencia o incluso de picardía. Andrés tenía un nombre común, pero sin duda no era un hombre corriente y quizás eso era lo que más le disgustaba. Solía responderle con la misma moneda de desprecio juguetón y de retadora antipatía, pero tarde se daba cuenta de que solo caía en su juego una y otra vez. Y se preguntó si eso le molestaba realmente.

―Serás mía ―dijo un día mientras cubría su semi sonrisa con su vaso de cerveza. Alejandra, sin perder más tiempo, lo imitó y susurró cuando nadie más que él podría escuchar:

―No, te equivocas. Tú serás quien se someta.

Era un juego casi adolescente, casi de novela rosa barata y se preguntó si E. L James alguna vez habría conocido a un hombre como él. Probablemente no y era precisamente por eso que nunca había podido leer esa bazofia que llamaban novela erótica y que no la calentaba más de lo que un escorpión muerto podía hacerlo. Y eso era interesante, sin lugar a dudas.

Cuando La Empresa ―sí, con las presuntuosas mayúsculas que intentaban subirle el autoestima a todos― hizo la fiesta de fin de año, él fue el único que no fue vestido de terno. "Andrés, tío, sí que te pasas" era el comentario que más se repitió a lo largo de las aburridas horas de cigarros, ponche y esposas demasiado operadas para ser naturales. Le daban palmaditas en la espalda y se reían con él. Incluso el jefazo lo abrazó fuertemente y le dedicó un brindis.

―¿Es envidia lo que distingo en esos ojos negros? ―preguntó él cuando por fin pudo atraparla. Alejandra no respondió. No estaba lo suficientemente borracha para hacerlo, los tacos la torturaban y el ambiente denso y viciado del cubículo que habían arrendado para esa reunión la sofocaban.

―¿Me estabas evitando?

―¿Por qué lo haría?

―Si lo supiera, no estaría preguntando.

―O lo harías solo para joder.

Andrés se rio. Ella rodó los ojos y se escapó hacia el baño, donde él definitivamente no podría entrar, por muy rebelde que quisiera intentar ser. No se miró en el espejo ni se arregló el maquillaje. Simplemente se sacó los zapatos y se quedó allí, de pie, en silencio, escuchando el murmullo de las conversaciones ahogadas a través de la puerta y completamente consciente de que él estaba al otro lado, esperando con su sonrisa que no era una sonrisa. Como siempre.


Dos semanas después, las lágrimas se deslizaron, furiosas y ardientes, por sus mejillas cuando él intentó recordar. Fue gentil e intentó sonreír, pero dijo las palabras equivocadas y trató de llevarla donde no quería ir.

Quiso darle una bofetada con todas sus fuerzas, pero algo interior ―quizás esas eternas conversaciones sobre igualdad de género, sentados en la cama de su tía, acurrucados en el frío― le impidió siquiera intentarlo. Pero su mirada de decepción lo lastimó más que cualquier golpe.

―Lo siento ―dijo Andrés y ella supo que de verdad lo hacía. Pero ya no importaba. Ya nada de eso importaba.


Cuando la besó justo después de terminarse el café del desayuno, Alejandra enredó sus manos en su cabello y lo empujó lejos con una sonrisa aturdida y desafiante. Otro juego, nada más. Andrés rápidamente volvió a entender las reglas y simplemente le siguió la corriente, amenazándola con contarle al jefe. Como si no lo supiera. Se despidieron con un formal apretón de manos mientras sus ojos se derretían en lugares más calientes.

―¿Quién es de quién ahora? ―preguntó ella cruzándose de brazos y dándose la vuelta. Nunca había un verdadero ganador, pero lo habría tarde o temprano. Era precisamente ese el problema. Que alguien ganaría y alguien perdería.

No quería que nada se repitiera ni que sus ojos volvieran a convertirse en rojos trozos de pena, manchados por un futuro imposible. Y aun así, ninguno podía resistirse. Cuando la piel oscura de su enemigo se encontró con la suya en medio de unas sábanas infantiles y lo empujó de vuelta a su lugar con la nuca pegada a la almohada, supo que hacía mucho tiempo que ambos habían perdido.

―Eres mía ―gruñó Andrés entre miradas, derritiendo sus manos en su cuerpo. Alejandra simplemente se rio y le recordó que era ella quien finalmente estaba allí y la que tiraba de los hilos de su vida. Que él no era más que un juguete del destino y del momento.

Mentía. Ambos lo sabían o eso esperaba ella. Lo abrazó y lo torturó con sus pies fríos, mientras las lágrimas se asomaban en los ojos de ambos.

―Lo siento.

―Lo sé. Y yo.

―Puto cliché ―maldijo él con una risa profunda y herida, que sabía a cigarros baratos, pero hinchada de esperanza adolescente. Él nunca sonreía realmente. Tampoco ella, pero ninguno de los dos lo notaba hasta que estaban juntos y recordaban lo que significaba. Alejandra se acurrucó junto a él y prometió olvidarlo todo hasta la próxima vez.

―Eres mío. ―Esta vez, él solo sonrió.

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