Susurro de Halloween: ¿Cómo matar un fantasma?

lunes, 4 de noviembre de 2013


Nota de autora: Porque los fantasmas nunca mueren... ¿O esperabas algo diferente?


***

Subió las escaleras con el corazón palpitándole con furia y emoción en el pecho. Llevaba la ropa manchada de sangre y, aunque por un segundo, disfrutó del aroma metálico que impregnaba su cuerpo, sonrió con resignación al pensar que aquello era poco apropiado para su encuentro, por excitante que sonara. 

Un leve e irónico dolor de cabeza amenazaba con dificultar la velada, por lo que se apresuró a subir a la cocina en busca de un vaso de agua y una aspirina. No era todavía medianoche y el frío que entraba por la vieja casona de madera provocaba escalofríos en su espalda. Se dedicó unos minutos a admirar el paisaje nocturno por la ventana de la cocina, solitario e impaciente, antes de dirigirse a su habitación.

―Tengo que cambiarme ―se dijo a sí misma con una sonrisa bailarina y un tono de voz más o menos alegre. No obstante, no alcanzó a terminar de arreglarse el peinado, que ahora llevaba descuidado y atolondrado sobre sus hombros, cuando una mano fría se apoyó en su hombro, provocando un dolor cálido en su estómago. ―Llegaste tarde.

El agarre se hizo cada vez más fuerte y ella no tuvo otra opción que voltear. Sus ojos, aun más oscuros que los suyos, le sonreían junto a sus labios pálidos. Durante un segundo, ella se quedó sin aliento al verlo allí, luego de tanto tiempo de espera, de tantas noches aguardándolo con un regalo nuevo y tantos años de odio y devoción. Tragó saliva y apoyó ambas manos en su pecho.

―¿Por qué tardaste tanto?

El fantasma desapareció al instante para volver a materializarse a un costado de la puerta. Vestía de forma desordenada, con ropas de adolescente, pese a que su rostro era mucho más maduro y quizás algo más cruel que cuando había sido solo un muchacho. No obstante, el aroma a nicotina barata que llenó rápidamente su habitación con cada calada de su cigarrillo, le recordó que, pese al paso del tiempo, algo en él nunca había cambiado.

―Nunca fui puntual. ¿Por qué empezaría ahora? Además, me gusta que me esperes… ¿Quieres? ―preguntó él, acercándole el cigarro, y ella negó con la cabeza―. Nunca entendí eso, ¿sabes? Siempre te encantó que oliera a tabaco, pero nunca quisiste probarlo. Siempre fuiste algo loca, ¿verdad?

―Dice el espectro aparecido de la nada en medio de la noche.

―Me perturba un poco lo alegre que suenas con todo esto.

―Siempre fui algo loca, ¿verdad? 

Ambos se rieron con ganas. Ella terminó de arreglarse el pelo ante la mirada burlona y juzgadora de él, quien terminó su cigarrillo e inmediatamente prendió otro, colocándolo en ocasiones en su oreja para mantener las manos desocupadas. Era una costumbre insana que ella jamás había entendido del todo, pero que tampoco iba al caso cuestionar. Finalmente, ella se sentó en el borde de la cama y se encogió de hombros.

―¿Y ahora qué? ¿Tenías algo más en mente? ―Su tono de voz juguetón no daba cabida a demasiadas dudas, pero él negó con la cabeza con una sonrisa―. Oh, vamos, ¿qué pasa? ¿Una última noche en la tierra?

―Has jugado esa carta demasiadas veces, querida. No caeré esta vez. Esta vez Ryagar tiene el control absoluto.

―Siempre tuve curiosidad sobre él, ¿no? Quería estrangularme si no mal recuerdo. ―Ella sonrió y se mordió un labio, apenas conteniendo una risa―. Pero también seducirme. Quizás podríamos profundizar esa parte.

Antes de que ella pudiera continuar con aquel juego, un golpe la interrumpió de improviso. Él se había movido muy rápido como para notarlo y ahora una de sus manos, grandes, duras e irreales, apretaba su garganta con una fuerza inusitada. Ella no se resistió, pero lo miró a los ojos fijamente, como retándolo a terminar su tarea. Una tarea que le había tomado demasiado tiempo.

―Podría terminar todo ahora… ―Aflojó un poco su agarre, pero no dejó de someter el resto de su cuerpo con su posición y la mano que le quedaba libre―. La verdad, me siento más que tentado.

―Pero te tienta más continuar, ¿no es así? ―Tomó algunas bocanadas de aire y sonrió―. Además, te tenía un regalo. No vas a ser un maleducado, ¿verdad? No en mi casa…

Él la soltó y acarició sus hombros cuando ella se abalanzó a besarlo. Había algo equivocado en todo eso. Quizás no prohibido, pero sí bizarro y anormal. Nunca había querido ser un fantasma o un espectro o siquiera un amante furtivo. Siempre se había aferrado a la vida. Cuando murió, juró cumplir su juramento aunque le costara cada trozo manchado de su alma. Y, sin embargo… el problema de amarla era precisamente ese. Que ansiaba tenerla consigo y destruirla con la misma fuerza. Y ella lo sabía perfectamente.

―¿Una copa de vino? ¿O quieres que te muestre mi regalo antes? ―ofreció ella luego de separarse de él. Sus ojos reflejaban los suyos con dolorosa igualdad. Sin embargo, su sonrisa también contagiaba sus labios y ladeó la cabeza.

―¿Me vas a sorprender, pequeña romántica?

―Como nunca…

 
El dolor era indescriptible y, sin embargo, lo único que intentaba repetirse una y otra vez era que probablemente pronto la medicina fuera a hacer efecto. Sin embargo, los segundos pasaban y con cada gemido ahogado, la esperanza se iba marchitando en su interior y, con ello, la desesperación comenzaba a surgir en su pecho en forma de un desconocido alarido de agonía.

Intentó arrastrarse a través del piso de su celda, pero sus rodillas, rotas y astilladas, solo enviaron más gritos a su garganta. La sangre comenzó a manchar sus manos mientras tosía y se arañaba las mejillas con ahínco. Luego de cinco minutos, se obligó a sí mismo a calmarse. ¿Qué era realmente lo que sentía? No quería pensar en eso, pero…

Contó algunos latidos antes de darse cuenta de que tenía los ojos cerrados. Los abrió lentamente y nuevamente el dolor en su cabeza ―donde ella había intentado arrancarle un trozo de cráneo con sus propias manos― lo abrasó completamente. Sin embargo, esta vez estaba preparado. Controló el ritmo de su respiración y se apoyó en la pared apestosa a cadáver para descansar. Solo tenía que dormir un poco. Dormir sería suficiente para ayudarlo a combatir el dolor y el miedo. Solo una pequeña siesta…

Sin embargo, ningún dios respondió a sus plegarias, porque en aquel preciso momento… la puerta se abrió. Y aquel demonio disfrazado de mujer le sonrió. Acompañada del mismo diablo.


―¿Me extrañabas ya? ―preguntó ella bajando por las escaleras del sótano. Del brazo, llevaba a un hombre algo mayor que ella, pero que miraba a su alrededor con una divertida admiración. Se acurrucó en el fondo de su celda y volvió a rezar nuevamente―. Te aseguro que eso no va a ayudarte, pero, vamos, ¿quién soy yo para negarte un último deseo?

Él comenzó a balbucear con desesperación y los sonidos guturales que salieron de su boca mutilada no consiguieron más que hacerla reír. Ya había perdido la dignidad. El orgullo. No era más que un muñeco mutilado y humillado. Un fantasma roto.

―Debo admitir, pequeña, que esta vez me has sorprendido ―dijo aquel demonio con una sonrisa orgullosa en su rostro―. Sabía que eras capaz, pero nunca creí…

―¿Qué realmente lo iba a hacer? ―terminó de decir ella. Una mirada intensa se adivinaba en sus ojos. Una mirada de años de espera y de ansias incontroladas―. Debo admitir que también tenía mis dudas, pero nuestro anfitrión fue muy cooperador ―Sonrió para sí misma y acarició el brazo del fantasma―. Tenías razón. Cada grito… cada mirada de miedo… Si hubieras estado aquí lo habrías disfrutado conmigo.

Él entendió de inmediato a qué se refería, pero ya era demasiado tarde para jugar con fuego. Si se acercaba más a esa tentación monstruosa, a esa retorcida forma de placer suya, a esa máscara caída y venenosa… no podría cumplir su juramento. Miró a la masa de carne mutilada que estaba allí y rodó los ojos.

―¿Quién es?

―¿Es eso importante?

―Siempre fuiste noble. ¿Qué pasó con esa ingenua sedienta de justicia que amaba a los superhéroes?

Ella no respondió de inmediato. Se acercó a su presa y parpadeó un par de veces. Aquel individuo no era más que un miserable viajero cualquiera sin ningún tipo de relación con ella. Podía ser un criminal o un santo, un padre de familia o un torturador de la milicia. Era precisamente el azar, la exquisita sensación de la suerte en acción, lo que la había impulsado a elegirlo. Nadie más anónimo que él. Anónimo como en los libros. Sin embargo, era agradable, por una vez, estar de parte de los ganadores. Porque nadie llegaría a salvarlos.

―Supongo que no pudo resistir la curiosidad de olvidarse de sí misma ―terminó por decir ella―. No pudo resistirse a lo que ocultaba en su propio interior.

Él se acercó a ella y una oleada de ternura y melancolía lo invadió de pronto. Recordaba su mirada dulce y sus palabras ardientes, su corazón puro y sus palabras tristes. Y lo mucho que lo había esperado, día tras día sin obtener respuesta. El apelativo cariñoso obtenido a través de la distancia se convirtió en una realidad y lentamente ella se transformó en lo que había hundido en el fondo de su vergüenza y miedo. No por él. Quizás era una forma de vengarse. De morir como él había soñado que muriera. Como un perdón rencoroso de su parte por haberla abandonado. Le acarició la mejilla y sintió que su corazón se encogía de dolor en su pecho.

Y en ese preciso instante, el prisionero con un alarido de agonía se abalanzó sobre ella, arrancándole un grito cuando el metal oxidado atravesó la carne. El fantasma rugió de cólera y aplastó a aquella bola de sangre contra la pared, derritiendo su vida con cada temblor de sus manos. Pronto, de su regalo no quedaron más que cenizas.

Corrió hacia ella, que se apoyaba contra la pared con una mirada de dolor en su rostro y le sonrió.

―Ironías, ¿verdad?

―No puedes morir ―dijo él con absoluta certeza, casi con desprecio en su voz. Ella rodó los ojos al apoyarse en su pecho y asintió con la cabeza―. Mantén los ojos abiertos. ¿Me escuchaste? No vas a morir sin que yo sea el asesino.

―Lo sé… Y lo he estado esperando durante años.

La tomó en brazos y la llevó escaleras arriba, lejos de ese apestoso lugar de torturas y sueños rotos, de sangre y locura. El fantasma sabía que debía apresurarse, por lo que no perdió tiempo y la cargó hasta su propia habitación, donde pronto las sábanas se mancharon con sangre. Terminó el cigarrillo que llevaba guardado en la oreja y se acurrucó a su lado con una mirada de remordimiento, aferrándola, sosteniéndola, estrechándola. Como siempre había soñado.

―No tenía que ser así…

―No hubiera querido que fuera de otra forma. ―Él abrió los ojos con sorpresa y ella sonrió, con los ojos entreabiertos―. Es mejor morir ahora por tu culpa que pasar el resto de mi vida ocultando lo que siempre quise ser.

―Nunca fuiste un monstruo. Yo sí. Yo…

―Cállate. Dijiste que me matarías para amarme… ¿Dónde quedaron tus promesas?

El cuchillo de su propia cocina la pilló desprevenida. Lo enterró con furia contenida, con desprecio y dolor acumulado, atravesando su piel, su carne y su vida hasta perforar el órgano vital. No gritó, pero sí cerró los ojos. Él continuó con las manos alrededor del arma, profundizando la herida sin dejar de mirarla a los ojos.

―Perdóname…

―Lo hice hace mucho… 

El fantasma se acercó a besarla y por primera vez en muchos años sintió que las lágrimas corrían por sus mejillas. Ella, en cambio, agonizando lentamente, parecía morir con una sonrisa en los labios. Porque sabía que lo estaba perdonando. Porque sabía que se estaba vengando. 

―Feliz Halloween, Ulises ―susurró ella. No logró escuchar lo que él respondió, pero podía saborearlo en sus lágrimas y en su sonrisa. Ella siempre adoró verlo sufrir. Y él siempre sufrió gustoso. Ambos sabían que era una combinación peligrosa. Él le había quitado la máscara. La había arrastrado consigo hacia la oscuridad a la que ambos pertenecían. Aquel anónimo y desafortunado cadáver que ahora reposaba en lo profundo de su sótano no era más que el recuerdo de lo que ella siempre había sido. Una asesina que escribía para poder matar. Para poder matarlo cada noche.

Finalmente lo había logrado.

Porque ese era el problema de ser un fantasma. Morir era tan fácil para un masoquista como matar a una sádica. Morir era tan fácil como matar a quien lo amaba y a quien amó, pero a quien también había odiado con todo su corazón por haberlo amado. Por mantenerlo vivo eternamente en su memoria.

El reloj dio las doce. Ya no quedaba nada.

―Feliz Halloween, jefa…

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Santa Template by María Martínez © 2014