Provocaciones

lunes, 30 de diciembre de 2013

—No vas a decirme qué hacer. —Sus ojos no brillaban con furia o siquiera indignación. Pero su voz sí demostraba una humillante tristeza—. No vas a decirme quién soy.

—Solo te estás engañando —replicó con una sonrisa indiferente.

Qué sabría. Qué sabría sobre todo o sobre cualquier cosa. El aroma alrededor le recordaba un poco al nudo familiar en su estómago que siempre había recibido con una sonrisa ansiosa. Ahora, al verle… solo podía sentir una profunda herida en el borde de sus ojos. Le devolvió la mirada con una mirada dura y arrogante, que también era una mentira. Era cólera y desilusión al mismo tiempo. Era la mirada del traicionado.

Pero no le había traicionado.

—No pretendas conocerme —dijo sin derramar una sola lágrima. Para su sorpresa, sonrió.

—Hecho. Si tú haces lo mismo. —Se cruzó de brazos—. Merezco la misma cortesía, ¿no?

Eso era condenarlos al silencio y quizás lo sabían. O quizás los indultaran. Eso nunca era seguro. Suspiró y le vio alejarse de ese lugar. Se apoyó contra la pared y suspiró. El aire en su garganta era frío y amargo. Sonrió y pensó que vengarse no era tan difícil. Después de todo… era solo un segundo. Un solo segundo en la eternidad.

—¡Hey! —gritó para llamar su atención. Cuando volteó, sonrió con arrogancia. Ya había sacado el arma de su bolsa y lo apuntaba directamente. Al ver la palidez de su rostro y la confusión en sus ojos ardientes, volvió a sonreír y suavizó su mirada—. Era broma —dijo.

Le vio sacar el seguro, pero, especialmente, se preocupó de que viera la bala reventarle la cabeza. Lástima que solo pudo ver el horror en sus ojos y escuchar el grito agónico de su garganta por un solo instante.

«No vas a decirme quién soy», pensó. Pero, por supuesto, ya era imposible.

Círculos de dolor

domingo, 29 de diciembre de 2013

Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que había quedado ciega o de que la oscuridad que la rodeaba era absoluta. Caminó algunos pasos y se tropezó con algo pegajoso que la hizo retroceder de inmediato. Luego de unos segundos de confusión, se dio cuenta de que se trataba de una masa sanguinolenta, del tamaño de su puño, sin forma ni definición.

Lo tomó entre las manos con algo de asco y lo apretó casi sin darse cuenta. La sangre le saltó a la cara y gritó de sorpresa. Sin embargo, también de su interior salió un reguero de polvo blanco que no reconoció de inmediato. Al tocarlo y llevárselo a la nariz —aunque eso no tenía mucho sentido— se dio cuenta de que era un analgésico. ¿Qué hacía ese polvo en el interior de esa masa? «No tiene sentido», concluyó, pero no sabía qué podía hacer con eso.

Aun sosteniendo esa cosa en la mano, continuó caminando en la oscuridad. No avanzó demasiado pasos cuando el aroma a sangre que despedía la masa se transformó en un fuerte olor a bencina quemada. La familiar sensación de mareo, opresión, náuseas y dolor atacó de inmediato, como si estuviera esperando una señal. Soltó la cosa y se tapó la boca un momento. Necesitaba aire fresco, pero allí solo había oscuridad.

Siguió avanzando, con las manos en el estómago y dando tumbos contra una pared que no podía existir. No llegó muy lejos. Súbitamente ese dolor maldito y mucho más familiar se abalanzó sobre ella. Cayó al suelo y se revolvió, pero en un silencio absoluto y estúpido. El calor no hacía sino empeorarlo todo. Cada punzada de dolor en su cráneo enviaba oleadas de náuseas a la boca de su estómago, pero sabía que tarde o temprano tendría que desaparecer.

Había aspirado todo el polvo y ya no recordaba cuántos analgésicos se había tomado, pero debían ser suficientes. La masa sanguinolenta de su cerebro palpitaba en el interior de su cabeza y sus ojos ardían como si tuvieran fuego. «Hace calor», pensó con resignación. Cada sonido era como un grito en su mente. Cada latido era como un germen que se abría paso en el interior de su cuerpo.

Lo peor es que no podía saberlo. No podía saber si algo extraño y sanguinolento, alguna cosa estaba creciendo en su interior en la forma de algún ente maligno dicho en latín por un hombre de bata blanca y título enmarcado. No podía saberlo, así que se arrebujó en la delgada sábana que la cubría y rogó que las pastillas hicieran efecto. O sería otra noche de insomnio, con colores que explotaban y nostalgia que dolía con cada pensamiento.

Maldito verano.

Carta a un futuro millonario

sábado, 28 de diciembre de 2013

Querido hermano y futuro magnate: 

Quizás sea baladí comenzar esta carta con una explicación, pero bien valdrá para colocar un contexto. Escribir siempre ha sido más fácil para mí, más ordenado y más preciso, por lo que prefiero, en definitiva, escribirte estas líneas antes que balbucear incoherencias en medio de un clima demasiado caluroso para pensar con claridad. Además, tú ya sabes de qué voy a hablarte, ¿no? Y precisamente por eso es importante.


Aunque el apelativo con que me dirijo sea casi una broma privada ya entre nosotros, puede que no esté muy alejado de la realidad. Después de todo, la rentabilidad de un profesional de la ingeniería nunca es muy baja —aunque, en ocasiones, puede ser inestable. Sin embargo, me gustaría ir un poco más allá. Porque muchos hablan de futuro, ahorro, ganancia, porvenir, carrera, beneficios y dinero… pero pocos hablan de otra cosa. Pocos hablan de sueños. Pocos hablan de servicio. Pocos hablan de realidades. Pocos hablan más allá de su propia nariz.


Muchas veces me pregunté qué sentiría cuando vivieras este momento, cuando te declararas, inexorablemente, como el mejor. Quizás un título pretencioso para un chico que apenas inicia su vida, pero que quizás no sea tan alejado de nuestro mundo. Y muchas veces temí que sintiera envidia de tu éxito o resentimiento contra tus logros. Me alegra comprobar que, ante tu pequeño puntaje en negrita y las llamadas persistentes en tu celular, cargadas de felicitaciones y ofertas, solo siento alivio, alegría y un extraño orgullo.


Un orgullo porque veo que frunces el ceño ante las felicitaciones y rehúyes esas vanas intenciones por mostrar tus laureles frente a todo el mundo. Orgullo, porque sé que sabes que, aunque tu logro s innegable y tu esfuerzo es admirable, un puntaje no hace a una persona y después de la una de la tarde del día 27 de diciembre de 2013, sigues siendo el mismo torpe jugador de videojuegos y fanático de los computadores de siempre. Quizás con algo de alivio. Quizás con algo de cargas. Pero sabedor de que una persona es más que un número y un talento es mucho más que una prueba. Porque sabes que no eres mejor que nadie, aunque estés —qué duda cabe— en la cima.


Pero no es solo eso lo que quiero decirte esta vez. A riesgos de generar una sonrisa burlona en ese rostro mal afeitado, quisiera ir un poco más allá. Porque en este mundo parece que se han olvidado las cosas importantes. Aquellas cosas por las que vale la pena tomarse unos minutos para pensar. Qué quieres estudiar es casi irrelevante. Sé que elegirás bien y que caminarás los siguientes años, liviano y confiado, pues superarás todas las dificultades. Solo me gustaría que te tomes un segundo para preguntarte para qué.


«¿Para qué quieres estudiar?». No, no solamente porque es la manera en que este país funciona, porque para eso estudiaste duro o porque con ello ganarás dinero. El verdadero para qué. ¿Qué quieres lograr? Puede que ya tengas la respuesta o puede que la estés buscando, pero es esencial preguntársela. 


Es posible que te encuentres con compañeros que te sonreirán orgullosos y dirán que solo están allí, en el mismo lugar que tú, por el dinero que ganarán y por el respeto que conseguirán de ello. Quieren crear grandes imperios y nunca volver a ser pulgas en un mundo demasiado grande y demasiado cruel para considerarlos. No te dejes seducir por su derrotismo. Que por amor solo cantan las aves y todos tenemos que comer. Todos vivimos en este sistema y todos nos aprovechamos de él. No juguemos a las revoluciones en esta carta, porque nos conocemos. Pero no te dejes encantar con ellos.


Dirás: «¿Yo? Nunca lo haría». Pero el tiempo cambia a las personas. El tiempo, las experiencias, la distancia, el silencio, los pensamientos. Todo cambia, varía, se transforma y muta. A veces para mejor. A veces solo es un retroceso. Pero busca siempre ese para qué. Aunque sea una sola palabra, imprecisa y vaga. Busca ese para qué. ¿A qué dedicarás tu energía e innegable talento? Sea cual sea esa respuesta, que sea sincera y auténtica. Muchos pensarán y te dirán que no hay alternativas. Que este mundo no tiene solución y que todo está tan mal que ni siquiera vale la pena intentar algún cambio. Que es mucho mejor rascar la espalda propia, concentrarse en el futuro de uno —su casa, su auto, sus cosas— que mirar hacia otro lado. Pero es mentira. Y quieren que la creamos, porque mientras más personas la crean, menos intentarán buscar la verdad.


Sí, son palabras que suenan muy bien, pero que pueden ser una realidad si chicos como tú las siguen. Busca ese para qué. Mientras otros llenan sus bolsillos y los de aquellos que ya están muy abultados, tú sigue buscando. Mientras otros escalen hasta la cima y aplasten con sus pies a lo que alguna vez fueron, tú sigue buscando. Mientras otros olvidan que también fueron jóvenes e idealistas, tú sigue buscando. Porque esa búsqueda no terminará nunca, pero asegurará que esa persona en la que te conviertas —sea quien sea— , podrá mirarse al espejo con el orgullo de haber hecho lo correcto y de haber ayudado a quienes lo necesitaban.


Digo esto con la confianza de que ya no le estoy hablando a ese niño arrogante y malcriado que rompía sus juguetes y creaba balones de papelitos arrugados, sino con el adulto mal peinado y con una sonrisa tonta que sabe quién es, dónde está y quiénes lo rodean. Ese que ya dejó de repetir lo que le decían y empezó a pensar por sí mismo. Que abrió los ojos. Que sabe escuchar y que tiene voz.


Serás universitario y en unos meses volverás a estar rodeado de horarios, de tareas, de décimas que contar y de equis que encontrar en algún lugar perdido. Pero no olvides su sentido. Y no olvides que si no quieres cambiar el mundo, si no sueñas con cambiar el mundo… nadie va a hacerlo por ti. No te dejes abrumar por la rutina y busca en cada prueba, en cada clase, en cada minuto de terco aburrimiento el rostro de la persona que ayudarás con ese esfuerzo, el granito de arena que dejarás en este país y la sonrisa del trabajo bien hecho al final del día. 


Y recuerda que no todos tienen tus privilegios ni tus talentos. Que no todos tienen la fortuna de tener una casa cómoda, de tener varios computadores en casa, de tener libros que leer a todas horas, de tener agua caliente con la que ducharse o medicamentos con los que sanar. Recuerda que eres privilegiado, tal como lo soy yo. Recuerda en qué lugar vivimos, pero no te avergüences. Si alguna vez sientes vergüenza, siéntela por el mundo en que nos tocó vivir, con sus profundas oscuridades y sus crueles injusticias. Y luego camina. Cámbialo. No lo harás solo, porque ni el más grande genio puede cambiar el mundo.


Pero descuida. Yo voy a estar ahí. Y con nosotros, espero que también muchísimos más que, justo en este momento, piensan en la decisión de su futuro. Sacan cuentas y revisan folletos y panfletos, de esos que seguramente tienes acumulados por cientos. Y, en especial, no dejes que las palabras solo sean palabras. Que no se pierdan en las bromas de un segundo o en el pragmatismo en que siempre estamos sumidos. No te dejes encantar por las flautas ni te dejes derrotar por las cadenas. 


Eres libre de elegir tu camino. Más libre que muchos otros. Y no olvides ser feliz. Que, después de todo, de eso se trata la vida, ¿no? De ser feliz, amar, aprender y dejar huella como decía Coco Legrand. Ya has empezado a dejar la tuya. No te rindas. Que esa huella puede cambiarlo todo. Y que cuentas conmigo para sacarte de prisión cada vez que metas la pata. Para qué más puede servir una hermana abogada, después de todo. 


Empieza a caminar, comparte tus millones, aprende a afeitarte, déjame jugar en tu computador y nunca olvides al resto y a aquellos que te rodean. Seas grande, pequeño, poderoso o humilde, no olvides usar tus conocimientos para su servicio, para ayudarles y, en definitiva, para hacer de este mundo un mejor lugar. Y que nadie te diga que es imposible. 


Te quiere


Tu hermana «Pau».

Nubes de tormenta

Era como si todo aquel ambiente viviera en un degradé de penumbras, desde el abismo absoluto hasta unos grises tenues que no alcanzaban a iluminar del todo. Todo era completa oscuridad en el rincón izquierdo de la celda. Lo oyó moverse en aquella negrura, pero no dijo nada. Sabía que no podía decir nada. Comenzó a caminar hasta la salida y apoyó una mano en los barrotes. Casi podía ver el suelo iluminado.

—Me traicionaste —dijo él.

La niña se quedó quieta en la puerta de la celda y pensó durante un segundo. Podía salir y marcharse de ese lugar, pero no quería hacerlo. No del todo. Miró a su alrededor y esperó a que alguien dijera algo más. «Podemos cambiar», pensó ella, pero, por supuesto, no era posible. Bajó la cabeza y abrió la puerta de esa cárcel.

El niño en la oscuridad apretó los dientes. Lágrimas se resbalaban por sus mejillas al verla marcharse. Lo había dejado solo. Se había quedado muy poco tiempo y nunca se había acercado del todo hacia su lado de la celda. Hubo un momento en que casi pudo sentir el roce de su mano, pero quizás solo habían sido ideas suyas. Ella siempre estuvo más allá. Y ahora lo había dejado solo.

—Nunca fuiste como yo —murmuró, pero sabía que ella ya no podía escucharla. Era mejor así. En el fondo, sabía que eso iba a pasar. Sabía que tarde o temprano ella podría salir de esa cárcel, porque siempre había estado en el sector más luminoso. No pertenecía allí. No pertenecía a las sombras, aunque lo hubiera parecido. Le había prometido que estaría allí junto a él, pero mentía. Como todos, mentía. Pero quizás era mejor… Ella podía salir. Ver la luz. Y estar con otros niños que no conocieran ese lugar. Mejores. Que sonrieran como ella.

Sin embargo, no podía evitar odiarla. Odiarla, porque eso era todo lo que podía hacer. Odiar el espacio vacío que había dejado su sombra. Apenas podía ver los barrotes desde allí, pero el niño caminó hacia ellos, envueltos en aquella asfixiante oscuridad. Hubo un tiempo en que conocía mejor el lado derecho de la celda. Donde todo era más gris, más plateado. Pero era mejor estar en la oscuridad. Así, cuando se marchaban… apenas podía verlos.

—Acércate.

Su voz lo sorprendió. Siguió caminando hacia los barrotes y tocó el metal frío con la yema de sus dedos. Se apartó cuando notó su mano —su mano— aferrar la suya a través de esos mismos barrotes.

—No apartes la mano, tonto —rio la niña. Él no podía verla, pero adivinaba la sonrisa burlona en sus facciones invisibles—. Ven, acércate. —Al ver que el niño no se movía, murmuró—: Estoy aquí, acércate. No pasará nada.

—¿No te habías ido? —preguntó él—. Me traicionaste.

—No. —No podía verla, pero la pausa lo hizo imaginarse un avergonzado titubeo—. Tenías razón. Somos diferentes. Somos de lugares distintos de la misma celda. Ahora yo estoy afuera, aunque… —Se rio por lo bajo—. No sé si vaya a durar. Quizás vuelva allá adentro. Pero ahora estoy afuera —repitió—, pero no voy a irme. Estaré aquí.


—¿Por qué? ¿Para qué? —Eso no tenía sentido.

—Porque todavía no puedes salir —respondió ella como si fuera evidente.

El niño volvió a sentir cómo un volcán de rabia y desilusión espesaba aún más su oscuridad y se alegró porque ella no pudiera ver sus lágrimas.

—Lárgate. No quiero que estés aquí. —Se enjuagó las lágrimas con el dorso de la mano—. No voy a salir nunca.

La niña sonrió. Él no podía verla y, en cierto modo, era mejor así. Porque así tampoco podía ver las lágrimas de tristeza de su rostro. Suspiró y se sentó en el suelo de ese pasillo intermedio. Afuera, los rayos de luz acariciaban su espalda. Adelante, las nubes de abismo no la dejaban ver nada. Se asomó por los barrotes y tomó sus manos. Las sujetó con fuerza, para que él no se soltara.

—Entonces me quedaré aquí. Y cállate. Eres un tonto. —Su tono se quebró, pero no permitió que él lo notara—. Eres un tonto y no me dirás qué puedo hacer. Si no quieres hablarme, vale. —Sonrió con cierta malicia—. Pero yo me quedaré aquí. Y te aburrirás si no hablas. —Su lógica le parecía incuestionable.

—No puedes ayudarme —dijo el niño y fue apenas un susurro. Ella sonrió.

—Lo sé.

—¿Por qué te quedas entonces? Es inútil. No quiero que estés aquí.

—Yo sí quiero estar aquí. —Sí, era una verdadera fortuna que él no pudiera verla llorar. Porque su rechazo también dolía, aunque fuera en aquel mundo de extraños grises. Pero él no tenía por qué saberlo—. Y se acabó.

«Porque te quiero». No, claro que no. Eso era ridículo. ¿Qué podía querer de un niño oculto en la oscuridad que no había visto nunca? Eso era lo que él pensaba. No se había soltado todavía del agarre de esa niña tonta y traicionera. No podía salir de esa celda, ¿por qué seguía allí? ¿Acaso no veía que prefería estar solo? Sin embargo, él no se soltó.

La niña sintió cuando él apretó un poco más fuerte sus manos. No sabía cuánto duraría la cooperación del niño, pero no importaba. En ese solo instante, dejaban de estar solos. Aunque estuvieran en lugares muy distintos y ambos supieran que un instante era solo un pestañeo. Él seguiría en el sector izquierdo de su celda. Ella seguiría sentada fuera de ella.

—¿Y… de qué quieres hablar? —preguntó el niño después de un rato.


Y las lágrimas se empañaron con una sonrisa. Aunque fuera un solo segundo.
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