Pregúntatelo en un día de sol

martes, 14 de enero de 2014

Todo era como un gigantesco cliché. No llovía ni estaba rodeada de paraguas, pero hacía un calor infernal y la sola ironía de que el sol iluminara con tanta fuerza un lugar tan hundido de tristeza era también otra forma de ser repetido. Algo apretaba su pecho con cada lágrima que caía en el cementerio y no entendía exactamente por qué.

No los conocía de cerca a ninguno de esos rostros. En ocasiones los veía pasar por el pasillo arrastrando los pies o con sonrisas estiradas. Y en no pocas ocasiones imaginaba que cosas horribles podían pasarles. Porque cosas horribles le pasan a todo el mundo, sin distinción, sin piedad ni clemencia. Simplemente suceden. Como si todo no fuera más que la torcida diversión… de un hombre promedio.

Vestía un traje sencillo de color negro y, aunque permanecía en silencio con una mirada distante, a cada segundo se le hacía más fácil seguir allí. Su problema era siempre el mismo: qué decir, qué pensar, qué intentar. Era imposible acercarse a quienes habían perdido a quienes amaban. ¿Qué les diría? Palabras vacías, las mismas que se habían dicho durante generaciones, milenios, segundos. Promesas en las que no creía. Dolores que seguían allí, sin importar qué. Y se descubría pensando como una niña y deseando quitarles el dolor a esas personas y atraparlo dentro suyo. No sentir un dolor impotente y melancólico por no poder hacer nada.

Debería estar prohibido. Prohibido por preocuparse cuando no se podía hacer nada. O quizás precisamente por eso, porque era inútil cualquier cosa, era que se preocupaba. Quizás eso sirviera alguna vez para forzarla a romper su propia cerca de pasividad, de indulgencia. El sol ahora le pegaba de lleno en los ojos y las frases, estúpidas, falsas, de veneno arcaico, del hombre de la sotana empezaban a horadar sus tripas como si algo bullera. No quería escuchar nada más. Y nadie la echaría de menos allí de todas formas, porque nadie la había invitado.

Comenzó a caminar por el pasto recién cortado de vuelta a la entrada del cementerio. Sabía que algunas voces la miraban con una solemne indignación, pero no volvió la vista. Solo quería salir de esas palabras y huir de ese sol tan ardiente.

No sabía por qué estaba llorando, cuando ese dolor no era suyo y apenas los había conocido. Quizás era una tonta incorregible, como habían dicho tantos, una soñadora que insistía en aferrase a trozos de polvo. Pensó en la muerte de los suyos y algo tembló en sus ojos. Al final, enfiló por algunas calles laterales y se perdió en la ciudad, rodeada de sus pensamientos.

—La muerte siempre nos hace reflexionar a todos. —Eso había dicho uno de los asistentes. No sabía su nombre. Pero no era cierto. No era la muerte lo que hace reflexionar a las personas. Era la vida. El sufrimiento, palpable y real, de aquellos que continuaban siendo un cuerpo y una mente. No sabía cuántas veces había pensado las mismas cosas y había estado observando los mismos funerales. Quizás lo seguiría haciendo hasta que lograra comprender por qué le dolían tanto. Y por qué sufría la muerte de alguien que no conocía.

Bajó la cabeza y siguió aminando, rumbo al centro de la ciudad. Comenzaba a correr una brisa más fría y pronto la chaqueta que llevaba no le sería de ayuda. Para entonces, sin embargo, esperaba estar de vuelta en su hogar. Donde el teléfono continuaría en silencio y las paredes siguieran sin pintar.

Y afuera alguien más, alguien que no conocía, hubiese muerto, dejando a su paso estelas de lágrimas. Otro día como cualquiera.

No por eso dolía menos.

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