Bajo las luces de la noche

jueves, 21 de agosto de 2014

Sus manos estaban heladas. No había encendido ninguna luz en la habitación, así que la pantalla de su computador portátil le hería un poco los ojos en la oscuridad. No había nadie a su alrededor. Una brisa gélida se filtraba por la ventana abierta a sus espaldas, pero no hizo ningún ademán de querer cerrarla, pese a que estaba tiritando. Le daba la bienvenida al frío, en cierto modo. Era como hacer pasar a un invitado difícil, pero estimado. Un viejo amigo, incluso.

Se rio de sus pensamientos y comenzó a escribir. Sus dedos rozaron las teclas frente a ella. Parecía liviana, aunque no podía ser. Algo en el centro pesaba, sin embargo. Esperó a que las palabras llegaran al otro lado y que alguien respondiera. No tenía ganas de llorar, pero algo parecía haberse agrietado. Lo sabía. 

Como también sabía que esa herida no iba a sanar de esa manera. No había nada al otro lado que pudiera comprender. No porque fuera una grieta compleja o demasiado profunda, sino porque era suya. Y porque no había nadie a su alrededor que pudiera cerrar la ventana tras ella y abrigarla. Arrancar la masa dolorosa y palpitante que estaba en su pecho y hacerla escupir el veneno de su garganta. No había más que palabras en una pantalla. Y oscuridad.

—Apaga eso. 

Se sobresaltó. Una silueta se asomó en la oscuridad, pero desapareció al instante. Tragó saliva y se quedó mirando el marco de la puerta con verdadera pena. No sabía cómo más describirlo. Quizás también era amargura, rabia, dolor, culpa y humillación. Era un enredo de emociones hiladas entre sus párpados, pero no tenía ganas de llorar. La orden llegó lentamente a su conciencia y apretó los dientes. Soltó el aire que sobraba en su cuerpo —y siempre sobraba demasiado, ¡todo!— y escribió un poco más. Del otro lado no hubo respuesta. Esperó un par de segundos más. 

«¿Estás bien?» 

Parpadeó un par de veces. Del otro lado, en algún lugar, en algún rincón, alguien había escrito eso. Probablemente no lo dijera en serio. Lo más seguro que fuera una acostumbrada cortesía, como tantas otras. De esas palabras que todos decían sin pensarlas ni sentirlas, de forma automática, con amigos, enemigos y fantasmas. Sin embargo, se quedó mirando las palabras un instante. Luego sonrió al darse cuenta de que le gustaría que hubiera alguien del otro lado al que no le gustaran las cortesías y los saludos vacíos y realmente se interesara. Era triste y sincero. 

«No». 

Cerró la pantalla antes de que la silueta volviera a aparecer en el umbral de la puerta. El corazón le latía con fuerza y una mueca de desprecio se formó en su rostro. Ordenó el escritorio y se acercó a la ventana. Las luces de la ciudad parecían saludarla, con esa tonta amabilidad a la que estaba acostumbrada. Las ráfagas de viento frío la empequeñecieron y jadeó de dolor y humillación contra el marco de metal. Quería saltar sobre esas luces y envolverse en ese viento. 

Miró el computador apagado un segundo antes de meterse en la cama y esperar a que las luces del pasillo se apagaran. La casa quedó a oscuras. Se encogió entre las sábanas y pensó en las palabras escritas en la pantalla. «¿Estás bien?» ¿Acaso le importaba? Soltó un bufido de desprecio y se dio vuelta. Solo le importaba a ella. Y estaba sola, tenía frío y las luces se burlaban de ella en el azul oscuro y elegante de la medianoche. 

Se encogió solo un poco más bajo las sábanas y cerró los ojos. Esta vez sí sintió ganas de llorar. Y le hubiera gustado que esas palabras del otro lado llegaran y sacaran todo dentro suyo. Le hubiera gustado charlar. Olvidar. Interesarse. Y que a alguien le importara. Sin embargo, había dejado la ventana abierta, como todas las noches de invierno. Y el viento no dejó de entrar y de intentar consolarla. No dejó de lastimarla. Y empezó a deshacerse lentamente.

Se terminó de romper, pero no se dio cuenta. 

Ya se había dormido.

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