Lo ardiente de la soledad

sábado, 17 de enero de 2015

Apretó los puños. No sentía la sangre resbalando entre los nudillos o las punzadas de dolor que debería sentir en la mandíbula y en las costillas. Apretó los puños y siguió corriendo. No había nadie en el sendero que atravesaba el parque. La idea de que no hubiera nadie en ese lugar, cuando el resto de las noches siempre había alguien que molestaba e irritaba y perturbaba la soledad que buscaba, era abrumadora. Dónde estaban, se preguntaba, mientras hacía crujir los dientes al presionarlos unos con otros. El fuego era impaciente. 

Iván se sacó la capucha de la sudadera y se arremangó. El sudor le empapaba el cuello y la parte posterior de las rodillas. Se detuvo junto a la banca que estaba junto al farol, un poco a la izquierda del sendero principal y entornó los ojos. Se quedó observando el paisaje desierto por un par de jadeos hasta que finalmente apareció alguien. 

Un muchacho. Gritaba  y se tambaleaba y se reía. Era evidente que estaba borracho o drogado y que ni siquiera sabía dónde estaba. Iván lo observó. Se pasó una mano por el pelo, mojado por el sudor y descansó las palmas en su nuca. Se sonrió. El fuego querría arrancarle la vida y los gritos, pero solo era esperar un instante más. El chico borracho se apoyó en la farola y miró a Iván con el semblante borrado y una sonrisa boba. Abrió la boca para hablarle, soltó una carcajada y un par de balbuceos y volvió a mirarlo.

—¿Tienes fuego? 

Iván no le respondió. Claro que tenía fuego. Sonrió y asintió. El chico borracho se enderezó y sacó un cigarrillo de un bolsillo. Apenas notó cuando Iván le cruzó la cara de un puñetazo. Claro que tenía fuego. Fuego que quería estallar y que podía quemar más que un puto cigarrillo. Iván pudo notar cómo los nudillos le ardían. A su alrededor, todo era negro, azul y amarillo. El amarillo saltaba sobre sus ojos y se mezclaba con el rojo de sus manos, el rojo del cabello del idiota que se retorcía en el suelo, quizás sobrio, quizás notando cómo lo hacía mierda con cada golpe.

Terminó de rodillas, con el pecho en llamas y la boca reseca. Los brazos le pesaban y el viento que empezaba a correr en el parque apenas le alborotaba el cabello. El chico borracho estaba a un lado, con la cara ensangrentada y el cuerpo machacado, inerte, durmiendo. Iván podía ver su pecho subiendo y bajando y estaba seguro de que cuando despertara, le dolería hasta respirar. Pero la verdad no le importaba.

El fuego lo quemaba por dentro. Comenzaba en sus ojos y se metía por dentro, alrededor de su garganta, en medio de sus costillas, subía y bajaba por sus brazos hasta sus nudillos. Golpe. Golpe. Golpe. Era bueno, en ocasiones, sentir el fuego de vuelta. Golpes. Más golpes. Caer al suelo, en la tierra y retorcerse. Defenderse, alzar los brazos, soportar la tierra, el dolor y la sangre entre los dientes y hundirle el hígado a alguien sin rostro. Pelear como demonio para ganar. No sabía qué ganaba, pero el fuego lo sabía. Y eso bastaba. 

Era la mejor forma de estar solo y de destruirse por completo. De hacerse mierda, de sudar, de sentir la sangre y las nubes en la cabeza. Solo. Derrotado. Y todo ardiendo a su alrededor. Él mismo ardiendo hasta estallar, hasta arrastrarlos a todos a su misma derrota. Y reírse. Reírse con los dientes machacados, los nudillos enrojecidos y el cuerpo deshecho. Caer. Ver caer. Devorados por el fuego que era su pecho.

Iván se levantó, se acomodó la ropa y se subió la capucha. Recogió el cigarrillo que se había caído y lo prendió con su encendedor. El humo dio vueltas un rato alrededor de su boca. Mañana tendría que tomarse una aspirina, porque tenía que estudiar y más tarde estaba ese almuerzo con su hermana. Tendría que correr para poder comprarle una rosa a Gabriela. Iván sonrió ante el recuerdo. Su novia siempre había sido una romántica encubierta. 

El chico tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie. Llamó al SAMU y siguió caminando por el parque rumbo a su casa. El fuego se había convertido en una suave llama de vela en el fondo de su cabeza. Los nudillos empezaban a dolerle. Esperaba que su madre no notara la sangre que le había manchado la camiseta o armaría un escándalo de proporciones. No, tenía que ser cuidadoso como siempre. 

La vela titiló en su retina e Iván soltó una risa ronca y atragantada. Volvía a estar solo.

El fuego se rio con él.

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