—Estás
asustado.
Javier sorbió
otro poco de su bebida gaseosa y evitó la mirada indiferente, casi divertida,
que Diana le estaba dedicando del otro lado de la mesa. Se limpió las manos
sudadas en la tela de los vaqueros y siguió con la boca pegada a la bombilla
para evitar que ella notara que la saliva se le estaba acumulando entre los
dientes. Diana untó una papa frita en su kétchup y sonrió, sin mirarlo.
—Siempre
puedes arrepentirte, ¿sabes?
—No dije
eso —espetó Javier y la voz se le escapó con una nota agresiva que controló de
inmediato—. Solo no tengo mucha hambre.
Diana no
dijo nada, pero para el chico era evidente que estaba pensando en algo. Se
había dado cuenta de que ella siempre hacía ese gesto, como si fuera a sonreír
en cualquier momento, cuando una idea particularmente interesante se le cruzaba
por la cabeza. Había veces, como aquella, en que Javier dudaba si, en realidad,
no era solo otra de las lecciones. «Sonreír a la presa desprevenida». A él
siempre le aliviaba verla sonreír. Y quizás por eso ella lo dejaba justo al
borde, con la esperanza colgando de su boca.
—Come
—ordenó ella con serenidad—. O esto no tiene demasiado sentido. —Diana había
tomado la hamburguesa con ambas manos y le había dado un enorme mordisco. La
lechuga prácticamente se había salido del pan y los jugos de la carne le
resbalaron por los dedos. Javier sintió que le rugía el estómago y tomó otro
sorbo de gaseosa—. Come —repitió, con la boca todavía llena de hamburguesa,
pero con un énfasis desconcertante, juguetón y demasiado peligroso.
Javier
bajó la vista y empezó a comerse sus papas fritas, sintiendo que el estómago se
le retorcía de hambre y náuseas. Diana asintió y siguió comiendo en
silencio, aunque su postura desenfadada no engañaba al muchacho. Sabía que lo
estaba evaluando. Javier apartó la vista del plato y miró a través de la
ventana del local, que daba hacia la calle. Los faros apenas iluminaban la
calle en penumbra, pero alcanzaban a distinguirse las siluetas más cercanas y
todo brillaba con el tono artificial y chillón de los letreros en mitad de la
noche. Un perro estaba comiéndose un hueso contra un poste, encorvado sobre sí
mismo, con los ojos brillantes. Asustado de que alguien le fuera a quitar ese
trozo podrido, ensangrentado, lleno de saliva. Javier apartó el plato de papas
fritas, tomó a toda prisa su hamburguesa y empezó a comérsela a rápidos
bocados. Diana sí sonrió esta vez.
—La
primera vez suele ser algo complicada —comentó la mujer y se echó hacia atrás,
apoyando su espalda en la silla plástica, que crujió con el movimiento—. Pero
también muy ilustrativa. Caótica. Descuidada. Si vomitas, esta vez te lo
perdonaré. —Diana ordenó el vaso de gaseosa, el plato desechable y las
servilletas en un solo bulto y juntó las manos sobre la mesa—. Solo te puedes arrepentir
ahora. Si después no regresas con tu tarea… te quedas solo.
Javier
no respondió. Sentía las mejillas ardientes y le hubiera encantado tirar el
montoncito que Diane había hecho con toda la basura y esparcir el desperdicio
por el suelo. La idea, infantil, agresiva, tentadora, lo hizo sonreír, y notó
que los músculos se le relajaban un poco. La mujer le sostuvo la mirada un
momento, seria, en silencio, y luego se levantó. Recogió las cosas y dejó
algunos billetes encima de la bandeja plástica donde el mozo había dejado la
cuenta. El muchacho se estremeció cuando sintió la mano firme de Diana sobre su
hombro.
—Te
esperaré leyendo.
Y era su
modo de decirle «buena suerte». El chico la vio salir del local y perderse más
allá de las ventanas sucias. El rumor de las conversaciones pareció elevarse,
aunque Javier sabía que solo era porque ahora estaba prestando atención a su
alrededor y que el aparente silencio absoluto que, había creído, los rodeaba
hace un segundo, era solo una idea suya. Una buena manera de darse cuenta de
que tenía mucho por lo que esforzarse si quería volver a casa.
Javier
tomó su mochila, que estaba especialmente abultada, y se subió la capucha antes
de salir del local de comida. El frío lo recibió en la calle y hundió las manos
en las mangas para evitar que se le congelaran los dedos. A pesar de que ya era
tarde, todavía había mucho tráfico en las calles y el ruido, incesante,
inundaba el ambiente de manera regular. El muchacho ya sabía a dónde dirigirse,
pero aun así sintió que el estómago se le apretaba por la expectación. Resistió
el impulso de escudriñar los rostros de cada una de las personas con las que se
topaba. «¿Me recordará? «¿Sabrá lo que estoy pensando?» «¿Será como yo?». Eran
ideas estúpidas y si había algo que Diana le había recalcado en muchas
ocasiones era la necesidad de mantener un perfil bajo, de ser siempre un
pequeño zancudo en las orejas de todo el mundo.
—Si te
vuelves demasiado arrogante, de un manotazo te aplastarán contra las sábanas.
—Diana siempre lo miraba a los ojos con cierta vehemencia cuando lo decía, como
si ya estuviera preparando el puño para aplastarlo. O como si esperara a ver
cuán inteligente era su pequeño insecto, su protegido con alas—. Nuestras
colecciones son como escribir libros. Siempre se hace, en primer lugar, por uno
mismo, porque hay un fuego dentro que quiere arder, porque hay una historia,
una necesidad, un trofeo esperando. Primero, siempre es por nosotros mismos.
—Ella sonreía, como si ya supiera todas esas cosas, pero no se cansara de
repetirlas—. Pero luego siempre aparece la tentación. La tentación del
escritor, la tentación nuestra. De que alguien vea nuestra obra, de que vea
nuestro fuego, nuestra búsqueda, de que vean el arte que nosotros vimos. Que
vean lo que somos a través de cada pieza, de cada paso. Y ahí es cuando la
ambición y la arrogancia pierden al artista. Estás cazando por ti mismo.
Olvídate de la audiencia. Tenemos una ventaja. Tarde o temprano, la audiencia
aparece por sí misma. No la busques. Deja la tentación afuera y mantén tu
disciplina. Y, por sobre todas las cosas, sé tú mismo…
A Diana
esa última oración siempre le parecía especialmente graciosa y se largaba a
reír cada vez que la pronunciaba. Javier estaba acostumbrado a esos monólogos.
Al eufemismo. Los llamaba «coleccionistas», aunque él —y el corazón se le
aceleró al pensarlo— todavía no lo era. No era todavía él mismo, porque todavía
no completaba el primer módulo. El muchacho soltó un poco de aire y apretó el
paso. No quería regresar demasiado tarde a casa.
Javier
dobló por varias calles y enfiló hacia el barrio de las discotecas y los bares,
que lindaba con la línea principal del metro, cerrada a esas horas. Había
pasado mucho tiempo en ese barrio, porque de más niño, sus padres habían tenido
que mudarse a los departamentos que rodeaban las calles. Conocía sus ritmos,
los gritos de los borrachos, las luces de sus carteles estropeados. Cada noche
se quedaba dormido con el retumbar sordo de la música y las peleas que
terminaban con las sirenas de carabineros.
Además,
ya había elegido a su primera pieza de colección. Javier entró en una de las
callejuelas abandonadas que estaban al lado este de uno de los bares y se sacó
la mochila de encima. La dejó junto a unos cartones viejos y aferró el cuchillo
que tenía guardado en el bolsillo. Se puso de cuclillas en el suelo, con los
músculos de las piernas rígidos y la mandíbula tensa, y esperó. Contó hasta
cincuenta y volvió a empezar. Pensó en la hamburguesa que se había comido y a
la que le habían echado poca mayonesa. En la mano de Diana que le había
aferrado el hombro. En ella leyendo en el comedor de la casa, con un cigarro en
la boca y cuatro estanterías llenas de cajitas y cuatro cuadernos. En las
ventanas empañadas de frío de su habitación de pequeño, donde el vidrio vibraba
y crujía con el ruido de la música.
—Eh,
mierda. Eeeh… Ja ja. ¿Qué haces? Raspa, concha de tu madre. Esto es mío. Míioo.
Javier
no se movió. Alzó la vista y se encontró con los ojos borrosos del viejo que
siempre acababa tirado en ese callejón. No era mendigo ni vagabundo, porque
Javier nunca lo había visto dormir en la calle y en el trozo quebrado de ese
pasaje no había colchonetas ni frazadas ni carritos de pertenencias. Solo
mierda. Era un pobre mierda desafortunado, un despojo que no conocía
nadie, que solo era baba sedienta. Javier notó cómo el viejo borracho avanzaba
apoyándose en la pared, escupiendo y murmurando más palabrotas.
—Salteee
de aquí —repitió el viejo y esta vez lo miró directamente. No llevaba nada en
las manos, pero el muchacho sabía que quería pegarle. La idea no lo asustó.
Seguramente ni siquiera podría darle con una pistola con cien balas—. Marica,
saltee…
Javier
no reaccionó al insulto. No fue una señal para atacar ni un chispazo de
inspiración. No tenía el pulso acelerado ni los puños apretados. Se sentía
durmiendo, cansado, extrañamente contento, en una víspera de expectación. Pero
tan pronto el viejo se encorvó sobre él y el aliento a vino y suciedad se
desprendió de la ropa y la boca del hombre, el chico se levantó y le clavó el
cuchillo en la garganta. No tuvo que ponerle la mano en la boca, porque el
viejo, ahora con los ojos muy abiertos y las aletas de la nariz inflándose como
bulbos, solo lograba mugir y gimotear górgoros y balbuceos incomprensibles.
Javier sacó el cuchillo y la sangre tibia le empapó la cara y la ropa. El viejo
cayó al suelo y empezó a arrastrarse.
«Violencia
sin sentido», pensó el chico mientras tomaba a su trofeo por la solapa
mugrienta de su camisa y lo levantaba para ponerlo contra la pared. No contó
las puñaladas, pero no perdió el sentido de cada una de ellas. Sin frenesí ni
rabia, casi con curiosidad, el cuchillo entraba y salía de la carne podrida con
un sonido patoso, casi lastimero. Javier sintió el cansancio en los brazos e
hizo un último tajo que le cruzó el pecho al viejo, ya muerto hace bastante
rato, y dejó un surco rojo y negro sobre su ropa. «Senseless», pensó en inglés,
y sintió ganas de reírse y de tirarse sobre el pasto a ver las nubes de lluvia
en el cielo nocturno. Al muchacho la mano no le temblaba. Con un mohín de
incomodidad, se acercó a la cabeza de su trofeo ya deslucido y cortó algunos
mechones de pelo, los que le parecieron más limpios y los puso dentro de una
cajita que llevaba en el bolsillo.
Lo demás
fue una rutina poco entusiasta. Se pasó las manos por el cabello y notó la
textura pegajosa de sangre ajena en su cabello, en su cuello y en toda su ropa,
que ya se había estropeado. Recuperó su mochila y sacó una bufanda, que se puso
rápidamente al cuello y un abrigo gris, largo hasta la rodilla que le cubrió
todo la ropa. Se cambió las zapatillas y guardó con cuidado toda la ropa sucia
en la mochila, nuevamente abultada.
—Módulo
uno —susurró para sí y soltó una risa suave—. Módulo uno.
Se
apresuró a guardar el resto de las cosas y, algo incómodo por toda la ropa que
llevaba encima, palpó la cajita de madera que llevaba en el bolsillo. No miró
el cuerpo del viejo, que ya no era el número uno de su colección recién
inaugurada, sino una cáscara desagradable a la vista, patética en su
inmovilidad. Saltó una verja de madera hacia el otro lado del callejón y tan
pronto divisó la línea del metro, aspiró el aire frío de la noche.
Escuchó
un grito detrás de él, muy detrás, pero ahora todo el ruido había regresado a
la ciudad. Se oía el eco de la música de los bares. Javier se apartó un mechón
de pelo, se subió la capucha y tan pronto vio un bus que podía llevarlo a casa,
echó a correr.
Nadie
podía verlo, pero debajo de la bufanda, no podía dejar de sonreír.
Continúa esta historia en el blog de mi compañera, la Clavecinista Oscura.
Ha sido todo un placer escribir contigo, no todos los días tengo la gran suerte de compartir historia con una escritora del otro lado del mundo <3
ResponderEliminarDios. ¡Me encanta! Es maravilloso, Denise. Mantiene la intriga desde la primera a la última letra. Tiene mucha chispa, mucho suspense, y está fabulosamente escrito. Es perfecto, tengo que decirlo. Tienes una calidad literaria digna de admiración y un manejo de las metáforas y de los adjetivos que ya les gustaría tenerlo a muchos. Muchísimas gracias por escribir algo así, ¡voy corriendo a leer a Erea!
ResponderEliminar¡Un beso!
Paco M.
Muy bien escrito, sí señora. Las descripciones dan la frialdad y el ambiente necesarios. El asco está incluso en el principio, cuando come. Las palabras llegan a la mente del lector y forman imágenes claras. Además, me resulta muy intrigante.
ResponderEliminarJavier, por cierto, me parece interesante como personaje y como asesino. Su tranquilidad, casi pasividad, y entusiasmo calmado le dan un toque original estupendo.
Voy a por la segunda parte.
¡Un abrazo!
Es fantástico, fabuloso, Linda. Me ha gustado mucho, tienes un estilo impecable y hace que no puedas dejar de leer. Y la historia, ah, la historia te deja con ganas de seguir. Voy derechita al blog de tu compañera para leer cómo sigue esto, tengo que saber más sobre Diana y Javier, y sobre esa "colección" que da tan mala espina. Gracias por compartir esto con nosotros, y enhorabuena, es genial.
ResponderEliminarUn frío beso,
Emily
Me ha mantenido con la curiosidad en la palma de la mano. Ha sido un baile intrigante y misterioso. Estoy deseando leer el resto para saber de que trata todo esto. Habéis acertado muy bien al repartir la intriga en pequeñas pizcas haciendo que leamos y leamos y sintamos que descubriremos algo nuevo a cada párrafo. Gracias por una lectura así.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo,
María
Muy bueno. Lleno de imágenes sensoriales, casi pude sentir el sabor al ketchup en la boca (o será que estoy con hambre a esta hora, jaja). Me ha encantado.
ResponderEliminar¡Saludos!
Como siempre, un relato impecable y una prosa exquisita. Me encanta tu estilo, ya lo dije más de una vez. El suspenso está muy bien manejado, tuve que leer la segunda parte antes de comentar ;)
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