La
casa era un desastre. Ese fue el primer pensamiento que se deslizó por la mente
de Jerome mientras entraba en el número 567 con el cañón de una escopeta
presionándole un riñón. Había platos de comida encima del sofá, envases de
plásticos sobre el suelo, colillas de cigarrillos encima de los estantes y
muchos papeles tirados por doquier, como también libros, fotografías y ropa.
Jerome volvió a hacer la mueca al reconocer el terreno del dolor y de la
inestabilidad. Allí jugaba bien. Se detuvo un momento y miró de soslayo por su
hombro.
—Es
difícil encontrar un lugar para sentarse —dijo con sencillez, intentando obviar
el tono complacido que quería asomarse en su voz.
—El
sofá —gruñó la madre del Niño. Tenía una voz arrastrada y aguda, pero el hombre
se limitó a encogerse de hombros. No veía botellas de alcohol. Avanzó unos
pasos hacia el sofá y sacó algunos platos sucios. Arqueó una ceja al ver
algunos fideos cubiertos de salsa chorreando hasta el suelo, encima de uno de
los cojines—. ¡Ahora!
Apenas
apoyándose en una punta del sillón, la única que estaba limpia, Jerome obedeció
y dejó los paquetes en el suelo. Observó cómo la madre del Niño daba la vuelta
alrededor de la mesa, enredándose con los papeles y desperdicios del suelo,
para luego derrumbarse en una silla que crujió bajo su peso. Todo estaba
completamente a oscuras, pero el hombre no necesitaba luz para verla.
—Voy
a matarte…
Jerome
le sostuvo la mirada a la mujer en la oscuridad. Era una mirada hundida y
ensangrentada. Sus ojos estaban enrojecidos y parecía que todo el resto de su
cara sudara. Su pelo oscuro estaba desgreñado y respiraba con rapidez. Jerome
contó tres oportunidades en que la mujer tragó saliva y acomodó sus manos sobre
el arma. Se preguntó si sabría usarla o si estaría cargada. Se preguntó si
realmente se había preparado para enfrentarlo. Jerome esperó un poco más,
saboreando el sabor ácido del valor inflándose y reventándose en el rostro de
la madre un par de veces. Luego el hombre suspiró y bajó la vista.
—No
quiero que estas se enfríen —murmuró y se encorvó para levantar la canasta con
las hamburguesas. No necesitó mirarla. Pudo escuchar el temblor de sus manos al
aferrar con más fuerza la escopeta y el tintineo de los anillos—. Comeremos
primero. Ehm… —Jerome dudó y tomó algunos platos plásticos con solo migajas—.
Parece que no tenemos servicio. Tendrá que ser con las manos. Bon Appetit.
El
hombre no estaba acostumbrado a comer esas hamburguesas solo con las manos.
Estaban jugosas y al dar el primer mordisco, algunos trocitos se desgranaron.
Las manos rápidamente le quedaron impregnadas a cebolla y ajo. La mujer no tomó
su plato.
—Puede
matarme luego de comer. Es una receta francesa. Me quedan estupendas —insistió
Jerome con una sonrisa—. Recuerdo que al chico le gustaban mucho las
hamburguesas —mencionó mirando al techo, como si se esforzara por recordar—,
aunque su preferido era mi Reina de Saba. Puro chocolate.
La
mujer saltó como un resorte y disparó. Jerome no se movió y se demoró en
parpadear al notar que la carne había saltado por los aires y se había
despanzurrado por toda la sala. Solo quedaron unas astillas de madera en mitad
del agujero. Jerome se terminó su propia hamburguesa, que tenía en un plato en
su mano y se cruzó de manos.
—Habría
sido mejor que se las comiera. Me debe al menos diez dólares. —Jerome se pasó
una mano por los pantalones y se encogió de hombros—. La comida no se
desperdicia. —La voz del hombre ahora parecía un susurro apagado y arrastrado y
no levantó la vista—. Podría haber dañado el otro paquete. No querrá eso,
¿verdad?
Jerome
volvió a encorvarse. La mujer, tensa como un nudo apretado, le seguía clavando
sus ojos hundidos. En la oscuridad que los rodeaba, la madre del Niño parecía
confundirse con las paredes. Solo existía el arma y sus ojos trastornados, la sombra
de la pena, el mutismo estrangulado con olor a zanahoria. El hombre cogió el
segundo paquete y sacó de adentro la ficha. Tenía una fotografía a color del
rostro del Niño. Sonreía con sus dientes pequeños y torcidos. Los ojos verdes le
brillaban.
La
mujer soltó un grito ahogado, como si alguien la hubiera quemado con un soplete.
Pareció doblarse un segundo, pero luego volvió a su posición original,
temblando, sin dejar de mirar la fotografía del pequeño, pero aferrando la
escopeta con las manos sudorosas. Jerome entornó los ojos en la penumbra. Ambos
se movían como sombras, pero la de la mujer parecía estar deshaciéndose,
desmigajándose como un pastel demasiado harinoso. Ese enorme fierro que tenía
en las manos parecía demasiado grande. Demasiado pesado.
—Todavía
conservo todo —explicó Jerome como si fuera un detective exponiendo el caso a
una de las víctimas. Su tono suave y desenfadado resonó como un gruñido en el
silencio de la habitación—. Incluso esto.
No
necesitaban ya luz para mirarse. Ella se dibujaba perfectamente ante sus gafas.
La expectación, como la primera vez que se prueba una receta nueva, el miedo a
que sepa a crudo, que sepa a quemado, que algo haya salido mal. Y luego solo un
instante de verdad.
—Es
bonito, ¿no? —Jerome volteó el caleidoscopio en sus manos, haciendo sonar los
trocitos de plástico que estaban dentro del cono—. Lamento habérmelo llevado,
pero siempre me ha gustado coleccionar cosas. A él también, ¿no? Adoraba los
tazos. —El hombre sonrió. Dejó el artefacto encima de lo que quedaba de la mesa
y se ajustó las gafas. Luego se cruzó de brazos y relajó los hombros y las
piernas—. ¿Ahora qué? No va a quedarse con ninguna de mis cosas —señaló tanto
la ficha como el cono— y despreció mis hamburguesas. Planeó cuidadosamente este
momento. —Señaló la ventana oscura que daba a la calle—. Es Noche de Brujas. Mi
mensaje decía que me contactara solo el 31 de octubre. Los niños piden dulces.
Sabía que estaría esperando. Envió sus paquetes. No llamó a la policía. Pensó
que matarme sería como beberse un zumo de manzana. Y sin embargo… —Bajó la
mirada y suspiró—. Y sin embargo, esto es una completa pérdida de tiempo. Le
faltó sal a su dolor. Creo que voy a marcharme, si no le importa.
Las
palabras siempre habían sido una herramienta sencilla para Jerome, o eso
siempre pensaba. La gente les daba una importancia excesiva y las reacciones
que obtenía de hilar vocablos uno detrás de otro siempre era un experimento
interesante. El hombre vio La Sombra que era la Madre del Niño y notó la
evolución que sufría a medida que hablaba. Era como el aceite que empieza a
calentarse. Al principio no se nota nada. Pero luego empieza a chisporrotear, a
crujir un poco. Para cuando se coloca el filete crudo, todo el infierno ruge,
ardiente, efímero.
No
sabía si la mujer iba a gritar o disparar o las dos cosas a la vez. O quizás
derrumbarse y echarse a llorar. Pero ella no reaccionó. No dijo nada en lo
absoluto. Lo siguió mirando y Jerome con un chasqueo de la lengua, entendió lo
que ella estaba diciendo.
«¿Y
por qué?» Rota de dolor. Rota por dentro, por fuera, rota de incomprensión, rota,
rota, rota, porque no entendía, porque la rabia era solo un fósforo encendido
en un enorme fuego de pena.
«¿Y
por qué no?», le habría gustado responder, pero ninguno de los dos dijo nada.
El por qué, la arrogante y tonta pregunta
que todos hacían primero, porque el sentido —ese concepto escurridizo como la
mantequilla ablandada— era lo único importante. Aunque todo fuera agonía y
miedo, siempre era por qué. ¿Por qué
yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué haces esto? ¿Por qué quieres hacerlo? ¿Por qué?
Y
cada vez era una respuesta diferente.
Porque
quise, le dijo al Padre.
Porque
tenía que pagar, le dijo al Jefe.
Porque
me engañaste, le dijo a la Mujer.
Porque
me hiciste daño, le dijo al Amigo.
Porque
te metiste donde no debías, le dijo a La Intrusa.
Porque
justo pasabas por ahí, le dijo al Aleatorio.
Familia
o capricho. Resentimiento. Celos. Venganza. Necesidad. Justicia. Injusticia. Y
así tantos otros… Sufrimiento. Libertad. Compulsión. Locura. Piedad. Devoción.
Todavía le quedaban muchas etiquetas, muchas fichas vacías, muchas razones,
muchos por qués. Siempre algo nuevo. Siempre una nueva etiqueta, un nuevo
sabor, una nueva página de recetas.
Y
luego había llegado El Niño.
—Porque
quería ser cruel —dijo Jerome en la oscuridad de la habitación y se encogió de
hombros.
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