Muerte. En español suena tan pomposo, como un raspar de la
lengua contra el paladar. No tiene el siseo de serpiente del inglés, la suave
inevitabilidad de las letras, la forma de la «t» y de la «h» que se inclinan
juntas como una cruz.
Y las palabras sobran. O las palabras se quedan dentro. Pero
el mundo descansa de palabras, porque muerte. Muerte. Muerte. Las palabras se
inflan en el estómago y llenan el espacio de un aire enrarecido que marea y que
enfría. No es invierno, pero tampoco hay sol, aunque brille en el cielo. Es
invierno adentro.
Desnuda las palabras y arranca las máscaras. Muerte. De
alguien lejano, de alguien de vapor, apenas una fotografía bamboleante. Y
muerte. Silencio. Silencio repentino que golpea sin avisar. Seamos sinceros.
Basta de poesía y de alusiones. Encarna el dolor que no sentimos.
El dolor que arrasa lentamente, como… No, como nada. Basta
de metáforas. Es solo dolor. Dolor puro y salvaje, crudo, sin vestidos, sin
nombres. Dolor. Dolor lejano, el dolor de otros, no el mío. El dolor que es
mío, porque es de otros. Y las palabras… Oh, las palabras. Decenas de ellas,
avergonzadas en labios temblorosos, en dedos fríos, en ventanas de computador
que se cierran un segundo después. Y los mensajes se acumulan, vacíos y
ligeros, con caritas llorando en rostros —reales— inexpresivos y distantes.
Y es cierto lo que todos cuentan. Muerte. Muerte y silencio,
pero el mundo murmura, resuena, tararea en la distancia. Suenan las bocinas
—dolor—, resuenan los pasos, crujen los árboles, ladran los perros, se abren
puertas, se acarrean bolsas, se mordisquean dulces, se sujetan celulares, se
escucha música… el mismo mundo de hace un segundo, cuando llegó el invierno
—que no es invierno, que es silencio, que es solo dolor.
Seamos sinceros. Qué insignificante mundo, qué pequeñas
vanidades, qué dolor tan extraño. Deja las palabras. Alza la vista. Allí está
el mundo, igual que hace un instante. Allí están todos, miles de mensajes,
fotografías y sandeces que circulan el mundo. Y todo parece hecho de papel.
¿Por qué? ¿Por qué todo se desdibuja en el horizonte cuando llega muerte? No es
tu dolor. No es nuestro dolor. Es el de otros, casi inexistentes, reales.
Sientes que el silencio es mejor. El silencio golpea y
desgarra, pero también vibra. Vibra con palabras y pensamientos. El silencio
entiende más que un «lo siento». El silencio, cabeza gacha, ojos entornados. El
silencio acompaña, porque las palabras gritan demasiado. Las palabras gritan de
dolor, allá adentro, allá abajo, donde nosotros no podemos ver, donde nuestras
palabras no tienen derecho a ir.
Lo sabes, ¿verdad? No puedo confortarles. Muerte es distinto
para ti, aunque el dolor es el mismo —quizás. Entiendes y no entiendes. El
miedo es familiar. Si me recuesto un segundo, puedo notar el dolor —el
invierno— arañándome el estómago, trepando por mi garganta, apoyándose en mis
ojos. Puedes escuchar las palabras en el silencio que tienes dentro. Pero no es
lo mismo. Ellos hablarán de cielos superpoblados, de flores que no perecen, de fantasmas
de luz que vigilan, de tiranos indiferentes y sádicos que confunden con amor y
consuelo. Hablarán, porque las palabras seguirán gritando en sus oídos y es lo
único que podrán escuchar. Y lo entiendes. Pero sabes que allí no hay nada y
que solo queda dolor y memorias. Eres un mensajero que nadie quiere, así que no
dirás nada. Y quizás veas cómo otro estrecha las lágrimas en un abrazo.
Pensarás en invierno y que somos solos chispazos en la oscuridad.
Un instante y se destrozan decenas de pequeños momentos,
entrelazados en una sola carne, en un puñado interminable de pensamientos. Frágiles.
Efímeros. Quizás desconfías, quizás es que no lo entiendes. Pero lo entiendes.
Celebrar la luz que se consumió, sonreír con los ojos empañados, recordar el
color y el movimiento, mostrar lo bueno al mundo. Pero prefieres el silencio,
el homenaje callado y terrible de quebrar la mirada y sumergirte en lo gris, en
la oscuridad, en las lágrimas, en lo que es sufrir y saber lo que es final. Retar
la hipócrita necesidad de ser siempre sólido, desafiar la sonrisa impuesta,
arrancar los sonidos que todos esperan escuchar. Momentos destrozados. Y ellos,
los otros, los otros y su dolor, susurran palabras —que gritan. Hablan de
viajes futuros que, en realidad, ya terminaron; de siempres que ahora serán
nunca, aunque no lo sospechen; de horizontes que están solo en los cuentos, que
son solo rayas sobre el mar, que desaparecen en la nada; de fotografías que
deberían estar dentro, enterrados en lo más profundo de nuestro silencio, pero
que están afuera, destiñéndose y tiritando; de prontos que no serán, que son
ayeres, que son hoy, que son dolor y no volverán; de adioses que lo son, que
son despedidas, reales, duras como un hueso, interminables; de abrazos que
debieron ser, porque arriba, porque abajo ya solo está el infinito,
contemplando en silencio, contemplando sin sentir. Pero, ¿quién soy para decir
cómo sentir, cómo llorar, cómo levantar la mirada? Déjalos que hablen, déjalos
que teman al silencio y que busquen lágrimas en palabras de aire. Déjalos con
su dolor, que es el tuyo, que es solo de ellos. Guarda silencio.
Realmente nada. Pequeñas vidas. Globos demasiado inflados.
Flotando demasiado arriba. Y piensas en sujetar un alfiler y ver qué pasa.
Sueñas con globos menos arriba, con miradas en silencio, con palabras más
profundas. Así que los castigamos. Los desterramos a los desiertos de la
indiferencia, de la estupidez, de la superficialidad. Los encierras en la
cárcel de los presuntuosos. ¿Deberíamos estar todos ahí, materia que nunca
calla? ¿Debería castigarme?
Deja la poesía y los fantasmas. Mira la muerte. La muerte de
otros. El dolor de otros. Las palabras de otros. No odies —nunca puedes—, no
sientas —no eres buena en eso—, no digas nada —tus palabras están vacías,
aunque sean tu sangre y tus lágrimas—, no temas —vives aterrada—, no escribas
—eso sí puedes hacerlo. Basta de poesías.
Seamos todos dolor y compañía. Basta. Guardemos
silencio.
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