Abajo, en sueños

lunes, 19 de septiembre de 2016

Participación para "Antología Havsströmmar"



Siempre era el mismo. Constante. Susurrando. En sueños o tras la ventanilla del bus o bajo un sol de verano. Rugía salado, pero en realidad solo era silencio. Silencio y oportunidad, porque en realidad, ¿qué era, sino la salida más fácil de una imaginación demasiado niña, demasiado nublada?

A menudo pensaba cómo sería. Escaparse a la hora de almuerzo con la falda demasiado larga, el cuerpo demasiado ancho, la cabeza demasiado enmarañada. Escaparse sin mirar atrás con una moneda nueva, subirse a un bus con el corazón desbocado, con el estómago contraído, y sentarse junto a la ventanilla hasta llegar… Y bajarse en el mirador. Nunca se imaginaba saltando o encaramándose en los fierros, tratando de mantener el equilibrio. Ni siquiera se imaginaba cayendo, porque la idea de las rocas debajo, visibles y dolorosas, le quitaba un poco las ganas. Y volvía a pensar en las clases de manualidades con sus cuchillas para cortar cartón y tonterías.

Cuando soñaba, siempre soñaba que corría. Alguien la perseguía, así que corría, pero como en todas esas traiciones que crea el cerebro, nunca era suficiente. Quizás era algo subconsciente. Algo realista, ya que siempre fue una pésima corredora y empezaba a jadear con poco esfuerzo. O quizás era algo que les ocurría a todos, nadie podía escapar lo bastante rápido ni lo bastante lejos cuando soñaban. Nadie ganaba en sueños. Así que corría, pero era un correr torpe, lento, como avanzando en un pantano (¿bajo el agua?), y podía sentir los demás corriendo detrás de ella, en silencio, por calles que conocía bien, pero que no tenían sentido… Demasiado cerca, demasiado cerca, casi rozándola… 

Y luego el borde. No importaba qué borde o si existía o si había algo debajo. Ni siquiera disminuía la tonta velocidad que llevaba. Era el borde y luego saltar. Caer duraba un solo instante, pero su cuerpo se recogía en una sensación absurda, como sentir que toda ella era un puño entumecido que intentaba apretar, sin éxito, fofo, blandengue, hormigoso. Y abajo el agua, siempre el agua. Sus sueños terminaban siempre ahí, mirando desde abajo como ella se hundía, como si fueran dos personas diferentes, tan iguales son todos los sueños. Y se hundía y se hundía y se hundía en la oscuridad… 

Nunca se atrevía a decir que esos eran bonitos sueños, con finales felices. Que allá abajo era donde quería estar, en silencio, en la oscuridad, ahogándose lentamente, como solo podía suceder en sueños. No el caos doloroso de gargantas ardientes y desesperación por respirar, por un cuerpo estúpido y traicionero que pataleaba contra hundirse, que no entendía y que dolía entero como un músculo sangrante. En los sueños las profundidades eran frías y amables y nadie la alcanzaba nunca.

Abajo nunca había nada. Era solo agua infinita, agua oscura, agua congelada, sin piedras, sin olas, sin ruido, sin aroma, casi muerta, y nadie más la acompañaba. No soñaba con sirenas ni con barcos rotos ni con corales grises ni tesoros viejos. El mar abajo solo era una quietud en penumbras, un día nublado sin ser invierno, era soñar que se hundía y se hundía y no despertaba.

Cuando caminaba por la orilla, el resto desaparecía. Siempre estaba lleno, soleado, los sonidos nunca cesaban, la gente no desaparecía. La ciudad brillaba y gritaba, pero luego estaba el mar, como una fotografía vieja frente a sus ojos. Las olas le mojaban las suelas de los pies, el olor salado, penetrante y denso, la envolvía como envolvía a todos los demás. El mar chocaba y chocaba contra sus barreras, saltando y salpicando, soplando una brisa que la hacía desaparecer por completo. 

Sin embargo, sin importar lo azul que reflejara o los rayos del sol que se quebraran en su superficie, ella siempre veía el mar en un día nublado, apoyada en el mirador, observando las rocas, imaginando abajo. Profundo abajo, triste abajo, eterno abajo. Sin hacerse preguntas, sin dar explicaciones, sin encogerse de hombros, solo con la mirada fija y los pensamientos desdibujándose, deshaciéndose en el agua. 

Le gustaba llamarlo “mar” cuando se perdía en sus laberintos, allá adentro, en su cabeza torpe y enredada. Nunca “océano”, que sonaba a calipso y a lápiz celeste y a playas repletas. Océano era largo y ancho y siempre en superficie, era pájaros rozando sus plumas contra el horizonte, era verano y lánguidas tardes de recordar el frío. El mar era pequeño, solo ese trozo de rocas fuertes, de choques y choques, de furia profunda, de saltar y caer. El mar era un capricho, era palabras bonitas con sueños peligrosos, sueños grises. 

No dejó de soñar con hundirse ni con sombras que no la alcanzaban. No aprendió a nadar. Un día puede que ya no piense en bajarse en el mirador y empiece a hablar de océanos. Quizás crezca y deje de apoyarse contra la ventanilla y sonreír, fingiendo que todo lo gris está adentro y que nadie más puede verlo. Quizás, niña tonta, te pierdas en las profundidades del agua, abajo, y te quedes a gusto, en la oscuridad, y cierres los ojos, cayendo, cayendo… y olvidemos despertar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Santa Template by María Martínez © 2014